La ética como encubrimiento / Cornelius Castoriadis

En el verano de 1993, en el número 37 de la revista Lettre internationale, Castoriadis publicó un artículo, “Le cache-misère de l’éthique”, donde plantea: “Desde hace unos veinte años asistimos al retorno del discurso que reivindica la ética, aunque el término “discurso” es excesivo. En el peor de los casos, la palabra “ética” es utilizada como un eslogan, en el mejor, no es más que un signo de un malestar y de una interrogación”.  “Las razones del retorno de esta disciplina, que desde hace casi dos siglos -prácticamente desde Kant- parecía volverse cada vez más académica, pariente pobre de la filosofía, o materia de catecismo religioso, son múltiples y complejas”, sostiene el autor, y enumera entre ellas el hecho de que “la desaparición de un horizonte histórico, social, colectivo y político ha desacreditado hace tiempo la palabra “política”, convertida en sinónimo de demagogia, chanchullo, maniobra, cínica búsqueda del poder por todos los medios.”

En el párrafo que sigue, Castoriadis apunta a la bioética y la elucida como una mentira instalada por las sociedades capitalistas para  llevar a cabo “una biopolítica que no dice su nombre”.

“Los periódicos están llenos  de discusiones e informaciones sobre la bioética. Se forman comités, se hacen recomendaciones que llaman la atención por su modestia casi irrisoria frente a la enormidad de los problemas reales. Se discute así sobre la reproducción asistida, sobre la cuestión de si y en qué condiciones puede utilizarse el esperma de un donante desconocido o del difunto marido; si una “madre de alquiler” puede poner a disposición su útero, etcétera. Se discute también sobre la eutanasia, sobre la prolongación de la vida de personas en estado de coma irreversible, o en fase terminal de una enfermedad dolorosa. Todo esto está muy bien. Pero nadie plantea la pregunta: ¿es ético, o simplemente decente, que en Francia se financie con fondos públicos (y aunque fueran privados, la pregunta sería la misma) de decenas de miles de francos una sola reproducción asistida, cuando se conoce el lamentable estado de los medios sanitarios y médicos elementales, o la situación alimentaria de los países donde viven las cinco sextas partes de la población mundial? ¿Acaso el deseo del señor y la señora Dupont de tener “su” hijo (aunque sólo sea “suyo” en un 50%) es éticamente más importante que la supervivencia de decenas de niños de los países pobres, supervivencia que podría quedar asegurada con esas sumas? ¿La universalidad de los imperativos éticos es universal sólo a partir de cierto nivel del PBI per cápita? ¿Es una bioética lo que realmente necesitamos, o más bien una biopolítica? La idea o el término espantará a algunos. Inconsistencia o hipocresía. Pues, en el presente  tenemos ya una biopolítica que no dice su nombre, y que de forma tácita condena a muerte constantemente, incluso en los países ricos, a miles de personas por razones “económicas”, es decir políticas; pues evidentemente el reparto y la adjudicación de los recursos en una sociedad son cuestiones eminentemente políticas. No hablo ya de la diferente calidad de la asistencia recibida según uno sea rico o pobre, hablo simplemente del hecho probado y conocido de que, por ejemplo, como consecuencia de la escasez de aparatos de diálisis renal en relación con las necesidades, los médicos se ven obligados a determinar qué enfermos podrán beneficiarse de ellos y cuáles no podrán hacerlo. Sus criterios son sin duda humanos y razonables; pero todas las éticas dicen “no matarás”, ¿no es cierto? Y asimismo, de modo tácito, todos los meses condenamos a muerte, simplemente por vivir como lo hacemos, a cientos de miles de personas en los países pobres.”

Cornelius Castoriadis

Fragmento seleccionado por Sandra Garzonio (2023)
Extraído de “La ética como encubrimiento”, uno de los capítulos de La montée de l´insignifiance (cuarto volumen de “Las encrucijadas del laberinto”, publicado en 1996 por Éditions du Seuil). Hay dos versiones en castellano, El avance de la insignificancia (Eudeba 1997, traducción de Alejandro Pignato), y El ascenso de la insignificancia (Ediciones Cátedra 1998, traducción de Vicente Gómez.)