
Camino a Retiro después del mate en la cocina raquítica de Orlando, calle Brandsen, toco de la evocación, patio, queja, rencor, no se van, no se educan ni se reeducan, y madrugada de ojos limpios mientras cruzo el Puente, infinitamente, hasta casi cuando no surge nada, hasta la casi chatura de la memoria, solo el ejercicio espiritual de no entregar lo intimísimo, a nadie, el murmullo de otras voces, esas policíacas, mierdosas, las apago con las luces que vienen del otro lado del río, es una mañana en la mañana no perdida. Lo crucé por primera vez con el rastrojero no asmático, motor engrasado y hecho a nuevo, a la distancia era la caravana llotivenco que escribía su paso en el agua, bolsos, camas, tazas, platos y vasos, línea de estela blanca sin esperanza en ese cielo de ningún asalto, solo ese desfile de fantasmas que sigue retrocediendo. Es febrero, no hay vuelta atrás. Lo tengo en mi cabeza y necesito contármelo otra vez.
La palabra conejo va y viene. Mi amigo Carlos tiene uno. Va por toda la casa, sale al jardín y da saltos y vuelve a la conejera.
Cuaderno de Luis Cardoso. Y antes fue viento sobre viento de septiembre en esa mañana de cielo azul. Sin lluvia, sin relámpagos sin humedad. (Sábado 4 de febrero)
¿De qué se va escapando Luis Cardoso? ¿De qué pena, de qué escena maldita, abrumadora, o solo rencor? Solo esta irremotísima definición en su boca: «nunca dejaré que alguien defina mi amor por Gloria. Ella dijo una vez más que yo le bajé la bombacha atrás de la puerta cancel».
Siempre esa mesa del bar, siempre la misma, a la misma hora, copa de cognac, dos medidas, tapada con la palma de su mano y de a sorbos.
Escenas de botella al mar, para aquellos que rastrean de Tucídides a la fecha. Secuaz refugiado en otro boliche.
Primero ese encuentro en una esquina y en ese invierno y de ahí pasillo y de ahí a puerta cancel y ahí, en ese silencio y en ese espacio entre la puerta de entrada, y el entre la cancel y la puerta que daba al patio general, ahí, en esa jaula Gloria alcanzó cierto Norte.
El sonido de las viejas lamentaciones, lejanas, tengo que agregar, que lleva el viento y pone en cada uno de los oídos de esta no-banda que no se decide a partir.
El piojo chimentero hace ronda. Juzga. Se angustia. No llega y no quiere que leamos. Te pide que le escribas a su sordera. No quiero.
Gloria llega a Constitución, entra en Los Leones, pide un café y un brioche con un poco de manteca. Come rápido y está por irse. Y no, se re-sienta y ahí se quedó. Ni aceleró lo que piensa, ni lo corrigió, ni lo abrevió, no tachó, siguió la línea hasta que llegó el techo. Punto y al otro renglón. Después se puso a mirar a un tipo nuevo en el barrio que pedía un sandwich de miga sin mayonesa. Que leía y no miraba a nadie. Pidió también un café doble. Gloria se despegó y pensó en Luis Cardoso, en la cancel, y se abrió la puerta y entró Celia, y como entró por la puerta de Juan de Garay tuvo que pasar por el costado de la mesa del tipo del sandwich que la miró ojos hambrientos de un futuro amor repentino, y puntada de celos en el estómago de Gloria. Hay mucho viento dijo Celia.
Y va en estado de ausencia de los que se fueron por el agujero de la cerca del jardín, esos conejos del poema. Mi recurrencia de no consuelo.
Celia nunca define el ser.
No responder a los que no saben leer. Y salir del casi no responder.
Cuaderno de Luis Cardoso. Elia fue educado en esa atmósfera de pullover gastado y olor a alcanfor. La novedad era ese teléfono en la repisa, el único del patio chorizo. (Lunes 6 de febrero)
Dónde está escrito que no puedo escribir lo que amo. Dónde. Y si lo hago, porque lo hago, y me cago tres veces en la palabra poesía y levanto la palabra poema, y ahora más que nunca, ahora que el ambiente se cargó de traidores, esos que quieren que les escriba a ellos, como ellos lo quieren, y no, me pierdo en Buenos Aires, calles y callecitas, nací perdido y sigo reperdido y me oriento por las dos orillas del río, de un lado y del otro, de Avellaneda y de Barracas, voy por el río amarronado de mi infancia. No hay renuncia, no hay sumisión a esas reglas malditas de la reeducación, y no me reeduqué y un día salí del «soy el que soy» y todo se dio vuelta, encontré ese «seré que seré», y ese pasado fijo y desesperante, y de repente se movió hacia el futuro, nunca pude contarle a nadie lo que se abrió, o es incontable, renuncié a decir, a decir algo también, y anoté, líneas, hacia el futuro incumplido, y un pasado que se teatralizó en imágenes que van y vuelven y se pierden y reaparecen en mi memoria, y no sé cuánto tiempo pasó y me encontré en el mismo camino pero desplazado, Aníbal Troilo volvió distinto, resonó, y me saqué de encima toda la respetabilidad, la mía y la de los otros, que insiste, no es tan fácil dejar de ser respetable, un día te convocan a opinar y vas, y vas contento, y decís y te gusta y la respetabilidad y sus chismosas, sus alcahuetas, sean hombre o mujer, apuesta más fuerte y te invita a la erudición barata con sus citas falsas en lenguas que no conoce, es la respetabilidad coronada, pero no me defiendo de lo que amo, hago Claudel sin pedir permiso, ninguna pendejada doctrinaria me apartará de ese soplo, de esa soledad bendita, en mi memoria tomo el tranvía 22 y voy al centro ¿dónde me bajo?, no sé, me olvidé de ese día preciso, y acepto los olvidos, y me encomiendo al dios de los vagos, si existe, y le pido un batacazo que no me devolverá las ausencias, pero me llenará el bolsillo y me voy al rincón del bar y espero.
Espero las iluminaciones mansilla de ese cielo de estrellas que vienen del fondo del tiempo, nubarrones que se despejan. Pienso en colores: violeta, índigo, azul (mi preferido), verde cézanne, amarillo y rojo, y en el acto sé que escena robada, de alguna lectura. Mientras miro a ese que pasa con el cigarrillo a medio fumar zapatillas de paño escocés que va por Juan de Garay dobla por Salta camina hacia su ausencia repetida de todos los días, bufanda eterna. No solo lo miro por la ventana, nos miramos, es una reciprocidad suspendida, una variante de reconocimiento milésima de segundo, no le puedo sumar nada solo el temblor de un saludo que no fue en la ronda mañanera, la mía, la de él. De mirada a mirada sin continuidades, sin amistad, todo relámpago pasajero, sin tormenta, sin lluvia, solo ese pasar de fantasmas por Salta y Garay. Cada uno en su pausa, yo café y brioche mermelada de naranja agria y él ronda y paseo cigarrillo casi pucho en la mano izquierda. No hubo encuentro, solo esa mañana de otras mañanas.
No sé el apellido de Celia.
Hoy, desasosiego concentrado en la boca del estómago.
Pero no quiero la bandera del desasosiego. Me lo trago.
El mejor personaje de las últimas lecturas es el Mudo.
Hoy ceno solo, Lola hace cine con Gloria y con Celia.
Le mandé una carta a Dante con comentarios sobre sus cuadernos.
Rupturas definitivas.
Ningún populista precioso puede evitar que el rojo óxido se vea en un rincón de ese cuadro venerado.
Celia no es ni musa ni puta. ¿Tentadora?, eso sí.
Tengo que contestar algunas cartas. No quiero, no puedo.
Sequía insistente que será juzgada como impotencia o incapacidad, o simplemente, nulidad.
Lista de traidores en el bolsillo.
Balance de las difamaciones. Pasadas y en curso.
Tampoco exageremos, el bicherío escritor no es peor que yo.
Hablo mucho. Cerrar el Elia. Un poco de silencio hasta la misantropía es posible, no está el abismo detrás.
Pero embolso los reproches sociales más sofisticados, envueltos en papel adorniano para naranjas de ombligo, los empujes a ser gratuito, a coloquio, a lazo social. Ofensas que no me arrancan una palabra.
¿Ese gritón conjura su miedo a payaso en ese énfasis a marginal?
Mi timidez sigue intacta.
Todos mis encuentros fallan.
No le gusta lo que escribo. Le da vueltas y no se anima a no elogiarme.
Anoto la palabra derrota. Le hago aportes cotidianos.
Es el héroe de filósofos de mesa redonda, pero Gadda decía que le comía el culo. Como los coches pegados al parabrisas trasero del otro coche. Pero para comprobarlo tienen que leer a Gadda. Qué siga la versión santa.
Busco cómo abandonar definitivamente al loro que se confiesa, que cuenta sus congojas.
Carta de Pete con esta línea: la muerte de tu gato es una zarpa en la tierra.
De congoja a silencio y de ahí a claridad.
No lo puedo escuchar más.
Otra vez nudo en el estómago.
Nunca encontré el poema que escribió sobre esas ovejas. ¿Lo escribió?
¿Por qué esa imagen del pasaje Ambrosio Olmos, vacío y luminoso?
Lista de mis rechazos.
Sigo yendo, y no tengo que ir.
Cuaderno de Luis Cardoso. Esta noche: Elia, Orlando y yo. Evocaciones. Sueños. Historias de aventureros. Sueños de una madriguera privada. (Miércoles 8 de febrero)
Me despierto muy temprano. Ruidos en la casa que da al fondo. Murmullo de pava, mate o desayuno. Bruno, el perro, rasca la puerta, quiere salir a pasear. No es un perro despistado.
Pausa de amasijo cotidiano son las que hace Orlando. Un escape de mediodía.
¿Autores menores? Detesto esa figura de sabihondo, de administrador de la literatura que cada tanto aparece a la vuelta de la esquina con sus manuales. Y tampoco importa, nada los cambiará, todos los libros que lean serán siempre el mismo libro. ¿Por qué insisto? No quiero leer un único libro. No necesito decir nada, no quiero dar explicaciones, solo está esa idea de un norte luminoso. Y después no ir a ciertos lugares, no ir, sostener un no insistente, sin declamaciones, un no-manifiesto del apartarse, desescribir todos los manifiestos que me propongan, todos los programas, todos los elogios, hacer ejercicios de lo mútico, del no contar nada, solo leer para nadie.
Bruno entonces, el perro del vecino ya vuelve del paseo, lo llamo y viene, me quiere, me pasa la lengua por la mano. Se va. Voy a ver a los tres, ahí sí voy, ahí, algo de mí se escucha en serio. Orlando y Luis Cardoso ya están instalados. Putean a escritores tema la vaca. No me prendo. Escucho. Les muestro la tapa de un Claudel, y no retroceden. Les digo que me hartan. Salimos de ese callejón sin salida que nos da tantas alegrías. Cito: no quiero ser el perro de nadie. No revelo la fuente. Antes de venir me hice una lista de nombres propios. Y pegamos una vuelta y entramos en el tramo «meditar a Maquiavelo». Analizamos las propuestas de leyes al ciudadano y llegamos a la conclusión que todas eran para ricos y para cagarnos a nosotros tres, y una vez más nos pusimos a meditar, sobre nuestra propia ruina, la de cada uno. De un arruinado a otro arruinado.
Tengo muchas cosas que contar, hay un antes de Luis Cardoso o un antes de Orlando. Muchos fragmentos de tiempo (con la acción metida en el tiempo) que tengo en notas. Que quedaron afuera. Ya sé que hay un soplar de vientos que me será negado por no estar en ninguna escuela de escritura. Tengo que quedarme aquí. No ir. Evitar el seguidismo. Orlando, con un café doble, saca viejas historias de familia. Su abuela decía que en una casa no debe haber dos muebles que sirvan para lo mismo. Hay una cama para la pareja (la vida conyugal) y una por hijo (vida de hijos). Una despensa y que nunca falte un poco de pan, nunca. Consejo de su amiga Ana. Fue una noche monologante.
Leo su biografía, y a veces fue adonde no tenía que ir. Mordió el polvo. Es la desesperación del marmota sin provisiones. El que se va del escenario, de la puesta en escena, esa, la del toma y daca. Y te esperan ahí, no se movieron, y un día vas a pedir algo y te ponen la pata encima con ese rigor poético en el crimen. Los piojos del pronombre distribuyen las ayudas. Yo también ando desesperado hasta la repetición. Hoy tomo mate y releo una vez más esa escena de la soledad absoluta, cuando te dejan de araca en el cordón de la vereda y todos se van a visitar a alguien importante, y no querías ir, pero ahí está el acto pelado del abandono, del rechazo, de lo impresentable que sos. Y ellos van. De un perder se deduce otro perder y los pongo en fila y los recuento y Orlando se ríe de mis balances, de mis ganas de reconocimiento, de esos artistas mangueros que conozco, y que finalmente tienen el brazo más largo que yo, me recomienda tratados, un Burton por ejemplo, para despertar al marmota que oye en mí. Le cuento a Orlando la escena del poeta gritón y que la va de Shelley embuclado en la novela que sigo leyendo, y que siempre pide algo, y pide en nombre de la poesía, porque sabe qué es poesía y llegamos a la conclusión que terminará trabajando para la policía del pensamiento. De desolación a desolación. Orlando me pregunta por el plan de ese libro con entrevistas a traductores, documentos y más documentos que busqué o encontré, plan archivado Orlando, no le interesa a nadie. Me voy a casa (habitación), repienso y tipeo todo lo que viví hoy.
Cuaderno de Luis Cardoso. Hijos de familia no sindicadas que van a pedir algo y se vuelven con un dedo en el culo.
Lo cruzo en la placita Herrera, me cuenta, porque la va de franco, la retórica de la sinceridad, lo que dijo Ignacio de mí, le repito que siempre me cuenta en boca de otros lo que él piensa de mí. Así que lo «paso» claro en una hoja A4, en sintaxis de corrector, tal vez se entienda. Piensa insultos murmurados que pasa por el colador del miedo a decirlos. Nunca cerrará el pico de lo oblicuo. Da clases en el círculo de los sabios que vigila la literatura. (Jueves 9 de febrero)
Hoy: la mesa de las lamentaciones que nunca llegan a destino, y se quedan aquí, estancadas, solas, malditas. ¿O en el fondo querés el toco horrible de la sinceridad? A meditar.
Escribió este libro para atravesar la desesperanza, galgo con bolsos en el depósito de equipajes, y que yo releo todos los años, porque lo escribió para mí, para protegerme, para que sienta que puedo leer, que tengo que ir ahí donde cada tanto se hace algo, ahí donde están los secuaces que no creen en nada, en nadie, esa no-banda de la soledad. Extrema.
Sigo leyendo. Entra en una iglesia y ve a un viejo con los brazos en cruz sobre el pecho y a una madre con su bebé en una pañoleta que avanza de rodillas por la nave, pies descalzos. Pienso en la Iglesia de Pompeya, cuando iba con Irma, y veía el mismo cuadro de lamentos, que me persigue en las mañanas tempranísimas, y se me aparece ese loco que vimos con Micaela mientras paseábamos a la tarde por el parque y ella dijo que la gente que habla sola le impresiona mucho. Tampoco olvidé esa tarde, y tampoco quiero olvidarla. Y entonces me acuerdo que tenía una invitación, y no voy, los dejo plantados ahí, delirando con sus héroes de filosofía, sus músicos wagnerianos, sus charlatanes que miran la vida por la ventana. Me quedo leyendo. Y al que escribe, le queda claro que es un idiota total (yo soy un idiota también, e inútil), no una basura como le sugieren los psicoanalistas de sus novias, que se compara, no, un idiota, arrinconado ahí (como yo), en guerra defensiva, y que no va. Escribe y escribe. Y Luis Cardoso es el gran idiota traductor de obras maestras que le pide plata a Gloria para ir a cenar con dos amigos. Marmotas de Avellaneda que leen a marmotas de Arden.
Acelero mis citas y saco del bolsillo la que llevo hoy, es de Robert Burton, y lo veo, en la barra del Tren Mixto, siempre con esa punta de celos en la cara, mueca agria, y es de los que me dice que no nací para tener plata, y tiene razón, nunca tendré la que él gana en una tarde con sus adivinanzas, y quiere retrucar mi cita Burton y no respondo, y no hay abrazo, y sigo mi camino de novela.
El boxeador sigue su trote en la placita Herrera. Ahora lo veo de cerca, la cita ya es un papel mugriento que cruje, la releo y hago Norte en mi cabeza, en mis sueños, a esa hora fría de las 6 de la mañana, a dos cuadras de la fábrica, ya tengo en ese entonces una ausencia, así, sin adjetivos, y como no tengo imposición de cronología, ni de pausa que guíen al que lee, sigo mi camino de novela y llego y pongo la tarjeta, ficho la hora, me pongo el guardapolvo gris, saco el libraco de registros y entro en la mecánico del anotar la entrada de las bolsas de cacao y de café.
Hubo niño Edmundo D´Amicis, prodigio y esclarecido que leía en un banquito de cedro fabricado en Sarandí.
Ni refugio ni mesa junto a la ventana, hoy no, hoy solo quiero irme, no soporto esa catarata de saberes, y me obstino en no ir, pasa la Beba por la esquina de Suárez y Montes de Oca, teñida y reteñida a negro intenso desde el nacimiento, la dejo pasar, viene a patitas desde Avellaneda, va a la panadería en la que trabaja su hermano, crucificado del trabajo de madrugón a madrugón. Sigue, no consulta su memoria, o creo que no lo hace, sigue.
No soporto la idea de flujos y puntos de fuga y raíces que se anudan horizontalmente y la deriva de deseos de los mancos y falsos desolados, que no pueden leer novelas, que se asustan y te quieren arrastrar al mundo de las ideas, todos los días un libro nuevo, chapotean en el temblor del deseo exhibido, eléctricos y aburridos que cuentan en forma de relato sus hazañas barriales del mundo del arte y de la ideología. Y sobre todo no quieren que uno lea a Proust. Viven en el mundo de los suspiros.
Cuaderno de Luis Cardoso. Gloria hoy no duerme en casa. No hago balance de los errores del año. Cierro la libreta de notas. Y está la traición. Mis amigos «me traicionaron en todas las coordenadas posibles de la traición. Sobre todo en el plano de los efectos de esa estima fundamental que se tiene por su secuaz. Y que consiste en no desconocerlo. En desconocer lo que en él es fundamental.» (Domingo 12 de febrero)
Releo y ya casi termino la novela. Me quedo pegado. La madre logra tener una cocina y las cocinas con mesa para desayunar y comer y leer son una obsesión, siempre quiero ese espacio. Pero solo tengo ese sueño de viejas historietas de viajero al Gran Norte. Un viajero. Solo. Releo mis marcas, página por página, y copio subrayados, escribir un libro para defender a alguien es más que una idea, es la recontra suma de una aventura que no se puede definir. Y está ese final, que había olvidado, dejar atrás ese murmullo de incomprensión, de gente que monologa en sus saberes de mierda, en sus poemas seudo-innovadores, salir de ahí, no ir.
Poco a poco empiezo a cerrar la boca. Y a entender la soledad. Busco la película del hermano catatónico y no la puedo encontrar. La vi en un cine hace unos años y me quedó la emoción de un monólogo cósmico y salvador, casi de un profeta a la vuelta de la esquina, y sigo en esa búsqueda, hablar en un café con alguien que escuche, que no se mienta. ¿Es mucho?
No. Es un no ir ahí, un fervor cláustrico si quieren, con secuaces que no hagan nada, me lo recontrarepito, hay tironeo de lo social, imposición de amuchamiento, hay gente que te pisa, hay componendas de elogio, hay escritores de lo ampuloso y escritores del clisé, hay contemporáneo, pero hay lo contra, hay rincones, hay orilla del riachuelo, hay parque, hay calles y pasajes y avenidas, hay estar de paso, hay pintura, hay Albert Ayler, hay libros clandestinos, hay un no rendir cuentas, hay desacato, hay campo de figuras, hay un rascar entre líneas, hay memorizar cuadros y poemas, hay ensoñación, hay ese rincón en Parque Lezama con esos árboles con copas sombrero al que me cuesta volver, está ese Diarios despatarrado al que consulto una vez por semana y que refrenda la noción capricho, o la noción conversación («El genio de una conversación es llegar a hacer que el interlocutor se sienta un genio», –¿traduzco bien?– ver con Luis Cardoso), y está el anotar en el acto, sin retocar.
Cinco años seguidos, dos películas una vez por mes: Sunny´ Times Now y Brötzmann.
Lista de libros que releo todos los años.
Lista de libros que releo todos los años. Esta cita: «A cada abdicación de mi «no puedo», tengo un sentimiento doble: de desprecio para conmigo misma y de ligereza: una vez más un poco menos de yo.» O: «Solo hay que escribir libros cuya ausencia hacen sufrir.»
Lista de las compras. Y lista de los llamadas que tengo que hacer hoy. Hay dos o tres que incluyen charlatanes que invitan al terreno de lo sagrado del sacrificio. Manía de los sanos de espíritu y sus lecciones. Veré qué hago. Yo, que a veces estoy donde no tengo que estar. Por ahora una taza de café para despejar los bostezos del alma.
Sí, frases oscuras. De enredos no deliberados, es lo que hay en la materia. Es de nacer en piezas con olor. Estigma. No acelero nada, no corrijo nada y sobre todo no expurgo nada y tampoco reduzco nada.
Cuaderno de Luis Cardoso. Detesto a la gente que denigra. Tengo que anotarlo. Una manera de defenderme. Hoy todo el día en el bar, de la mesa a la barra, me gustan mucho los taburetes, mi preferido es el último lejos de la entrada. (Jueves 16 de febrero).
Cada tanto presencia de lo sórdido. Que aparece cuando falla la ecuación tiempo-espacio-dinero, o sea que falla casi siempre y me hunde en el toco de soledad, casi abismo hasta el ridículo. Y además, está el gallinero de la maledicencia, de la brujería, de la cuerda esotérica.
Pero hay algo que me alegra: dejé atrás el traje color té con leche de Viento del Noroeste. Lo archivé o lo regalé o lo tiré. No sé. Esa huella de mí mismo ahora solo está en mis pesadillas.
En la actual no-soledad de un académico, de número, o de universidad o de vanguardia, esta huella pasará desapercibida. No así a esa Cleves lejana que lee con el oído.
Aquí, Luis Cardoso y yo en busca de trabajo. Siempre ando buscando trabajo. Es una manía de desocupados. Y de recontra-desalojados en el reino de la justicia social. Pido un café. Ayer hablé una hora con Dante. Me lo digo a mí mismo. Luis Cardoso estaba en el aire, tomaba café, del lado de la ventana y miraba a su perro, sentado cerca del cordón y también en el aire. Chucho y amo en el océano del silencio.
Días negros negrísimos. Los anoto, los registro. No sé muy bien para qué. Siempre lo recomiendan, generalmente los que no pueden anotar nada. Ni pueden poner la fecha en un cuaderno. Se cagan en las patas. Tengo que ir al café y quedarme ahí. Junto a la ventana. Hoy creo que no va nadie. Y meditar pascalianamente hablando mi propia estupidez. Sé que hay lugares donde no debo estar, en esos lugares no. Quieren que cuentes en una reunión llena de aspirantes a lector tu historia de nacido en patio de inquilinato, y por ahí vas, y la contás, y te conmovés, y ya dejaste de escribir, sos el payaso que relata el santoral. De la pobreza. Sos el mendigo de algún premio. De algún elogio. Y todo eso porque fuiste ahí. Sos tres veces mendigo y alma rasqueta.
Se pierde el hilo narrativo, no está situado, dijo el cancherito que va de crítico a cronista y de ahí a editor y tiene como referencia el estilo. Tiene una polera negra. Yo tengo polvo de plaza en los zapatos y me mira desde la otra esquina. Y cruza y me lleva a otro café y ahí me da la lección del hilo, de cómo se debe situar, la hace larga, pero tengo paciencia y de repente Orlando mete el brazo y lo agarra del cogote y lo saca por la ventana y le pega dos sopapos y terminamos los tres en la comisaría de Barracas.
Desde el puente de los carros miramos los toques de rojo casi apagados del ocaso. Y cada uno por su lado vuelve a la soledad. El extremísimo aburrimiento de los tipos que no entienden que no hay nada que conversar con la sociedad. Ya descarté algunos nombres. La cocina de Orlando o la mía, y leer esta novela que leo. Y citar en el cuaderno esas frases que ningún mar se tragará (¿ya lo escribí?), y entrar en otra órbita, y al rato llega Lola y hace mate y trae castañas de cajú y las comemos con mermelada de naranjas agrias y no hablamos. Yo sigo en mi novela interior y ahí soy más o menos ermitaño pero con agujero de gato ido.
Los saltimbanquis y mi infancia.
El empleado de Banco Provincia que vestía como un dandy. Traje marrón, camisa blanca, corbata de color no sé qué, y zapatos de gamuza. Y casi no saludaba.
Escribí sobre la libreta 14. Me gustó. Pero ni fu ni fa.
Por favor, no te digas el sermón del nadie lee.
Tarjeta postal de mi abuela María. Una foto de ella en la rambla con mi prima Nora.
Hoy solo anoto estas líneas.
Ayer le pregunté a Luis Cardoso si pensaba dejar de traducir. No sé qué decir. Los editores primerearon, me dejaron ellos a mí. Todavía no aprendiste que hay un dejarse recíproco. Busco trabajo. Me aburre la gente que no lleva una novela en el bolsillo. ¿Hoy llevás alguna Elia?
Caminata hasta Avellaneda a buscar a Gloria y la esperamos en el café de Pavón y Mitre. Aquí quiero estar. Primero bajamos por la calle del costado del Puente hasta el río para ver los resplandores naranjas que venían desde la otra orilla. Rafael estaba remando y ya iba a guardar el bote. Saludó con el brazo izquierdo. Gloria ya había cerrado el negocio. Cenamos los tres en el café. Algunos de los que salían del cine Roca ocuparon las mesas del fondo. Me gusta el contraste vacío de calle y café lleno. Nos vamos.
Hugo Savino, febrero 2023
Ph / Henri Cartier-Bresson