
Fragores de guerra alrededor
… Llegado al punto en que debo enfrentar la compleja cuestión de la mujer de Nikolai Vasilievich, me asalta la indecisión. ¿Tengo derecho a revelar aquello que a todos les es desconocido, aquello que mi inolvidable amigo mantuvo oculto (y tenía sus muy buenas razones), aquello, digo, que será objeto de las más malvadas y estúpidas lecturas, sin mencionar que ofenderá a muchos de espíritu sórdido e hipócrita y, por qué no, también a algunos de espíritu cándido, si es que existen aún? ¿Tengo, por último, el derecho a revelar algo ante lo cual mi propio juicio se retrae, por no decir que reprueba? Pero en fin, tales deberes me incumben como biógrafo, sentenciando que toda información de un hombre de semejante excelencia puede ser preciosa para nosotros y para futuras generaciones, no quisiera someter a endeble juicio, es decir, esconder, aquello que solo con el tiempo podrá ser juzgado sanamente. Ya que, ¿cómo podríamos permitirnos condenar? ¿Podemos saber, quizá, a qué íntima necesidad, y no solo eso, sino además a qué utilidad superior y universal responden los actos de un hombre tan excelso, aunque en apariencia nos resulten viles? Claro que de la naturaleza privada de tales actos nosotros, en el fondo, no comprendemos nada. “Es cierto”, dijo un gran hombre, “yo también hago pipí, ¡pero por otras razones!”.
Pero he aquí que, librado de lo que me resulta incontrovertible, hablaré de lo que sé con seguridad y de lo que puedo probar respecto a esta cuestión controversial –que de ahora en más, oso esperar, ya no será tal–. Dejo de lado tales preocupaciones entonces, pues en el estadio actual de los estudios gogolianos ya resultan superfluos.
La mujer de Nikolai Vasilievich, hay que decirlo, no era una mujer, ni siquiera un humano, ni un ser viviente, animal o planta (como alguien insinuó alguna vez); era simplemente un títere. Sí, un títere; y eso bien puede explicar la perplejidad o, peor aún, la indignación de algunos biógrafos, también ellos amigos personales suyos, que sostienen nunca haberla visto, incluso si visitaban con asiduidad la casa de su gran marido; y no solo eso, sino que sostenían “no haber escuchado jamás su voz”. De ahí se infieren no sé cuántas oscuras e ignominiosas, quizá hasta viles, complicaciones. Pero no, señores, todo es siempre más simple de lo que se cree: no escucharon su voz porque sencillamente ella no podía hablar. O, más exactamente, no podía salvo en ciertas condiciones, como veremos, y, en cualquier caso, solamente con Nikolai Vasilievich. Ignoro, entonces, inútiles y fáciles refutaciones; veamos una descripción lo más exacta y completa posible del ser, u objeto, mejor dicho.
La susodicha mujer de Gogol, entonces, se veía como un títere de goma común, desnudo cualquiera fuese la estación y de color carne o, como se suele decir, color piel. Pero como las pieles femeninas no son todas del mismo color, precisaré que se trataba de piel más bien clara y lisa, como la piel de algunas morenas. Este, o ella, era, de hecho, es absurdo aclarar, de sexo femenino. Conviene decir enseguida que sus atributos eran sumamente cambiantes, sin llegar, como es obvio, a cambiar de sexo. Pero podía, claro, a veces mostrarse flaca, casi privada de seno, estrecha de caderas, más parecida a un efebo que a una mujer; y otras veces podía mostrarse increíblemente voluptuosa o, por decirlo de otro modo, gorda. Cambiaba con frecuencia de color de cabello y otros pelos del cuerpo, con concordancia o no. Y de la misma forma podía aparecer diferente en otras mínimas particularidades, como el lugar de sus lunares, la anchura de sus mucosas, etc.; incluso, en cierta medida, en el color mismo de la piel. De modo que uno podría preguntarse cuál era ella en realidad y si de verdad podía hablarse de un personaje único; no es, sin embargo, prudente, veremos luego, insistir en ese punto.
La razón detrás de estos cambios residía, como mis lectores ya habrán entendido, nada menos que en la voluntad de Nikolai Vasilievich, quien la inflaba más o menos, le cambiaba las pelucas y otros velos, la ungía con sus ungüentos y retocaba de varias maneras, de forma tal que obtenía cada vez el tipo de mujer que se le antojaba ese día o en ese momento. Él, de hecho, se divertía siguiendo las inclinaciones naturales de su fantasía, obteniendo formas grotescas o monstruosas; porque está claro que más allá de cierto límite ella se deformaba, y también se veía deforme si se mantenía más acá de determinado volumen. Pero Gogol se cansaba rápidamente de sus experimentos, que juzgaba como “en el fondo poco respetuosos” para con su mujer, a quien a su modo (modo para nosotros inescrutable) quería mucho. La quería mucho, pero uno puede preguntarse, ¿hasta qué punto de estas encarnaciones? Ay, ya he anticipado que lo que sigue brindará, quizá, una respuesta. ¡Ay, cómo he podido afirmar que era la voluntad de Nikolai Vasilievich dominar a esa mujer! En cierto sentido, sí, es cierto, pero es aún más cierto que ella pronto se convirtió más que en su sierva, en su tirana. Y acá nos encaramos al abismo,a la garganta del tártaro, si quieren. Pero prosigamos.
He dicho también que Gogol obtenía, con sus manipulaciones, más o menos la clase de mujer que quería en cada ocasión. Agrego además que cuando, por una coincidencia extraordinaria, la forma obtenida encarnaba de un modo total la imaginada, Nikolai Vasilievich se enamoraba “de modo exclusivo” (como él decía en su lengua) y eso le servía además para mantenerlo estable por un tiempo, vale decir hasta que no sobrevenía el desamor, la semblanza. De tales pasiones violentas, o ardientes, como se dice hoy en día, no he contado más que tres o cuatro en toda la vida conyugal por así decir del gran escritor. Aclaremos enseguida para apurar que Gogol había también impuesto, algunos años después de lo que podemos llamar su matrimonio, un nombre a su mujer. Este sonaba a “Caracas”, que es, si no me equivoco, la capital de Venezuela. Jamás logré penetrar en los motivos de tal elección: ¡hechos bizarros de las grandes mentes!
Si nos referimos a su aspecto promedio Caracas era lo que se dice una bella mujer, bien formada y proporcionada en todas partes. Como ya se mencionó, tenía todos los atributos indispensables de su sexo. Particularmente dignos de mención eran sus órganos genitales (si ese adjetivo tiene sentido aquí usado), que Gogol me permitió observar durante una memorable noche. Estos eran resultado de ingeniosos pliegues de la goma; no había olvidado nada, y varias medidas, como la presión del aire interno, hacían de su uso algo ágil.
Caracas tenía también un esqueleto, si bien era algo rudimentario, hecho quizá de huesos de ballena; y había sido especialmente cuidada la ejecución de su caja torácica, los huesos de la cadera y los del cráneo. Los dos primeros sistemas se hacían, como corresponde, más o menos visibles según el espesor, así lo diré, del panículo adiposo que los cubría. Es una verdadera lástima, espero se me permita agregar rápidamente, que Gogol nunca haya querido revelarme el nombre del autor de tan bella obra; en tal rechazo ponía una obstinación que me resultaba poco clara.
Nikolai Vasilievich inflaba a su mujer con ayuda de una bomba de su propia invención (muy parecida a la que se usa manteniendo quieta con ambos pies y que hoy en día vemos en todos los talleres mecánicos) a través del esfínter anal, donde había una pequeña válvula de retención, o como sea que se le denomine en lenguaje técnico, parecida a la mitral del corazón en tanto que, una vez inflado, el cuerpo podía recibir aún aire pero no cederlo. Para desinflarlo, había que abrir una tapa en la boca, en el fondo de la garganta. ¡Y a pesar de eso!… Pero no nos anticipemos.
De esta forma me parece haber agotado la descripción de las particularidades notables de este ser. Si bien me compete aún referirme a la estupenda fila de dientecitos que decoraban su boca, y a los ojos marrones que, salvo por su inmovilidad, simulaban a la perfección la vida. Dios mío, simular no es la palabra; lo cierto es que nada de lo que se diga de Caracas estará bien dicho. Se podía también modificar el color de los ojos, con un procedimiento especial muy largo y aburrido, aunque Gogol solía hacerlo con frecuencia. Debería hablar de su voz, que solamente una vez pude escuchar. Pero no puedo hacerlo sin entrar en los detalles de la relación entre los cónyuges y entonces no me será ya posible sostener ningún tipo de orden del relato ni responder con absoluta certeza a él. ¡No me será posible! Así de confuso es en sí mismo y en mi mente aquello que pretendo narrar. Aquí van, sin embargo, algunos recuerdos.
La primera, digo, y la última vez que escuché a Caracas hablar, fue una noche rigurosamente íntima, transcurrida en la habitación donde la mujer, disculpen el verbo, vivía; habitación prohibida a todos, decorada más o menos al estilo oriental, sin ventanas y situada en el lugar más impenetrable de la casa. No ignoraba que ella hablaba, pero Gogol no había querido aclararme nunca las circunstancias en las cuales lo hacía. Ahí dentro estábamos, claro, solo nosotros dos, o tres. Nikolai Vasilievich y yo bebíamos vodka y discutíamos una novela de Butkov; recuerdo que, cambiando por completo de tema, él sostenía la necesidad de reformas radicales en las leyes de sucesión. Casi la habíamos olvidado cuando de repente dijo, con una voz extremadamente ronca y sometida, como de Venus en lecho conyugal: “Quiero hacer popó”. Me sobresalté, creyendo haber escuchado mal, y la miré: estaba sentada sobre un montón de almohadones contra la pared y era ese día una tierna belleza rubia, más bien desvestida. Me pareció que su cara adquiría una expresión entre maligna y traviesa, entre pueril y burlona. En cuanto a Gogol, se sonrojó violentamente y le saltó encima, metiéndole dos dedos en la garganta; enseguida empezó a adelgazar y, digamos, a ponerse pálida, retomando ese aire atónito y perdido que le era tan propio, hasta llegar a reducirse a una piel flácida sobre una carcasa de huesos. Es más, como tenía (por una cuestión de comodidad en el uso, intuyo) la espina dorsal extraordinariamente flexible, se plegó casi en dos y se quedó mirándonos desde tal abyección, en el piso donde se había resbalado, durante el resto de la noche. “Lo dice por juego o por malicia” se quejó Gogol por hacer un comentario “porque no tiene tales necesidades”. Generalmente, en presencia de otros, es decir, mía, él la trataba con desdén.
Seguimos bebiendo y debatiendo, pero Nikolai Vasilievich parecía fuertemente alterado y como ausente. Se interrumpió de pronto y me tomó las manos estallando en lágrimas. “¿Y ahora?” exclamó. “¡Entiende, Foma Paskalovich, que la amaba!. De más está decir que cada forma de Caracas era, por no decir un milagro, irrepetible; cada una era una creación y hubiese sido en vano el intento de volver a encontrar las particularidades de las proporciones, de la plenitud y otras cosas de una Caracas ya deshecha. Con lo cual esa rubia en particular estaba ya perdida para Gogol. Tal fue el miserable final de uno de los pocos amores de Nikolai Vasilievich a los cuales me referí más arriba. Se negó luego a darme explicaciones, rechazó con tristeza mis intentos, y no mucho más tarde nos separamos. Pero su desahogo le sirvió para abrirme su corazón y muy pronto ya no tuvo secretos conmigo. Lo cual me resulta, dicho sea de paso, un motivo de orgullo infinito.
Durante la primera etapa de la vida en común, parecía que todo andaba bien para la “pareja”. Nikolai Vasilievich parecía contento con Caracas y dormía con ella en la misma cama regularmente, algo que por lo demás continuó haciendo hasta el final. Aseguraba con una sonrisa tímida que no había compañera más tranquila y menos inoportuna que ella, algo de lo cual me permití dudar, juzgando sobre todo el estado en el que lo encontré alguna vez habiendo apenas despertado. Como sea, en pocos años su relación se complicó extrañamente.
Esto, digámoslo de una vez por todas, no es más que un intento de explicación esquemático. En suma, parece ser que la mujer comenzó a mostrar deseos de independencia o, como se dice, de autonomía. Nikolai Vasilievich tenía la bizarra impresión de que ella adquiría una personalidad propia, aunque indescifrable, diferente de la suya, escapándosele así de las manos. Es cierto también que algo parecido a una continuidad se estableció en sus diversas y variadas apariencias: entre todas esas morochas, esas rubias, esas castañas, esas pelirrojas, esas mujeres gordas o flacas, morenas o pálidas o bronceadas, había algo en común. Puse en duda, al principio de este capítulo, la legitimidad de considerar a Caracas un personaje único, y aun así yo mismo, cada vez que la veía, no lograba liberarme de la sensación, por demás inaudita, de que se trataba en el fondo siempre de la misma mujer. Tal vez es por eso que Gogol sintió la necesidad de imponerle un nombre.
Cuestión importante es la de establecer en que consistía la cualidad común a todas esas formas. Es posible que se tratase de nada más ni nada menos que el aliento creador de Nikolai Vasilievich. Pero en verdad hubiese sido demasiado extraordinario que él se hubiese sentido tan ajeno y adverso a sí mismo. Ya que, digámoslo enseguida, Caracas, quien quiera que fuese realmente, era una presencia inquietante y, hay que ser claros, hostil. En conclusión, ni yo ni Gogol logramos nunca formular una hipótesis vagamente plausible sobre su naturaleza; digo formularla en términos racionales y accesibles a todo el mundo. No puedo de ningún modo omitir, por otro lado, un caso extraordinario que se produjo en aquel tiempo.
Caracas enfermó de una dolencia vergonzosa, o por lo menos de ella enfermó Gogol, que no había tenido contacto jamás con otras mujeres. Cómo sucedió eso y de dónde provino la inmunda enfermedad, ni yo logro comprender; yo solo sé lo que sucedió. Sé solo que mi infeliz y grande amigo me decía: “Ves, Foma Paskalovic, cuál era el núcleo de Caracas: es el espíritu de la sífilis!”; mientras, por otro lado, se acusaba absurdamente a sí mismo (siempre tuvo una disposición para la autoacusación). Este hecho fue una verdadera catástrofe por lo que respecta a las relaciones, ya de por sí oscuras, entre cónyuges y a los discrepantes sentimientos de Nikolai Vasilievich. Estaba además obligado a tratamientos continuos y dolorosos (los del tiempo) y la situación se agravaba por el hecho de que en su mujer la enfermedad parecía incurable. Sostengo aún que Gogol se ilusionó durante un cierto tiempo, inflando y desinflando a su mujer y atribuyéndole aspectos de lo más variados, intentando obtener una mujer inmune al contagio; pero tuvo que desistir sin haber obtenido resultado alguno.
Abrevio el relato para no generar tedio en mis lectores; y es que más allá de eso se hacen siempre más confusos y menos seguros mis esfuerzos. Apuro el trágico desenlace. A propósito de este, que quede claro, nuevamente me declaro seguro: fui de hecho testimonio ocular, ¡ojalá no lo hubiese sido!
Pasaron los años. Parecía hacerse cada vez más fuerte el disgusto de Nikolai Vasilievich por la mujer, incluso si su amor no parecía disminuir. Hacia los últimos tiempos la aversión y el apego por ella se daban batalla en su alma de una manera tan brutal que terminaba desconsolado e incluso derribado. Sus ojos inquietos, que tantas expresiones sabían asumir y tan dulcemente podían dirigirse al alma, diseminaban casi siempre una luz febril, como si estuviese bajo el efecto de alguna droga. Manías de lo más extrañas surgieron en él, acompañadas de siniestros terrores. Me hablaba cada vez más de Caracas, acusándola de cosas impensadas y sorprendentes. Aquí yo ya dejaba de seguirlo, debido a mi escaso comercio con la mujer y mi poca o ninguna intimidad con ella, y debido sobre todo a mi sensibilidad extremadamente limitada respecto a la suya. Me limitaré a referirme a esas acusaciones, sin dar cuenta de mis impresiones personales.
“Lo entiendes, sí o no, Foma Paskalovic” me decía a menudo, por ejemplo, Nikolai Vasilievich “¿Entiendes si o no que está envejeciendo?”. Y me agarraba las manos, como era su costumbre, entre conmociones indecibles. Acusaba a Caracas de abandonarse a sus placeres solitarios, a pesar de que había dado su expresa prohibición. Al final llegó incluso a acusarla de infidelidad. Sus ideas llegaron a ser tan oscuras que me niego a reportarlas.
Lo que es cierto es que en los últimos tiempos Caracas, vieja o no, se había convertido en una criatura ácida, energúmena, hipócrita y tomada por manías religiosas. No excluyo la idea de que ella pueda, en el último periodo, haber influido en el comportamiento moral de Gogol, comportamiento que resultaba notable a todos. La tragedia explotó de repente una noche en que Nikolai Vasilievich festejaba sus bodas de plata. Fue lastimosamente una de las últimas noches que pasamos juntos. Qué fue lo que la determinó, cuando ya parecía resignado a tolerar todo de su consorte, no me es posible, ni me corresponde, decir. Qué suceso pudo haber tenido lugar esos días, lo ignoro. Me atengo a los hechos; que sean mis lectores lo que formen una opinión propia.
Esa noche Nikolai Vasilievich estaba particularmente agitado. Su disgusto por Caracas parecía haber llegado a una violencia sin precedentes. El famoso “incendio de las vanidades”, es decir, de sus preciosos manuscritos, ya había sucedido, no me atrevo a decir que por instigación de la mujer. De modo que su humor estaba también por otras cosas encolerizado. En cuanto a sus condiciones físicas, eran cada vez más piadosas, y reforzaban mi impresión de que estuviera drogado. Aun así, se puso a hablar de forma bastante normal de Belinskij, que le estaba dando disgustos con sus ataques y su crítica a la Correspondencia. Pero se interrumpió de repente exclamando, mientras las lágrimas le saltaban de los ojos: “¡No! ¡No! Es demasiado, es demasiado… ¡Ya no es posible!…” Y otras frases oscuras e inconexas, sobre las cuales se negaba a dar aclaraciones. Movía las manos, agitaba la cabeza, se levantaba bruscamente solo para volver a sentarse después de haber dado cuatro o cinco pasos jadeantes. Cuando apareció Caracas, o más bien cuando nos dirigimos, ya avanzada la noche, a su habitación oriental, él ya no pudo controlarse y empezó a comportarse como (si me es lícita la comparación) como un viejo senil, presa de sus manías. Me daba codazos, por ejemplo, guiñando los ojos y diciendo intensamente: “¡Ahí la tienes, ahí la tienes, Foma Paskalovich!…”; mientras ella parecía mirarlo con despectiva atención. Pero más allá de tales “manierismos”, se veía en él una sincera repugnancia que había llegado, supongo, a los límites de lo tolerable. De hecho…
Nikolai Vasilievich pareció, después de cierto tiempo, tomar fuerzas. Estalló en llanto, aunque un llanto, diría, viril. De nuevo se retorcía las manos, agarraba las mías, paseaba, murmuraba: “No, basta, no es posible… ¿¡Yo una cosa semejante?!… ¿A mí algo semejante? ¿Cómo es posible aguantar esto? ¡Aguantar esto!”, y demás. De repente se lanzó sobre la mencionada válvula, llegando como una turbina hasta Caracas. Le metió la cánula en el ano, empezó a inflar… Lloraba y gritaba como poseído: “¡Como la amo, Dios mío, como la amo, la pobrecita, la querida! Pero tienes que explotar. ¡Miserable Caracas, criatura de Dios, infeliz! Pero tienes que morir”, y seguía.
Caracas se inflaba. Nikolai Vasilievich sudaba, lloraba y seguía bombeando. Yo quería retenerlo, pero no tuve, no sé bien por qué, el coraje de hacerlo. Ella empezó a deformarse, tomo enseguida un aspecto monstruoso; hasta ese momento no había dado señales de alarma, ya que estaba acostumbrada a esas bromas. Pero cuando empezó a sentirse llena de un modo intolerable, o quizá porque penetró de lleno en las intenciones de Nikolai Vasilievich, asumió una expresión entre estúpida y consternada, hasta suplicante, sin perder su aire desdeñoso: tenía miedo, parecía casi entregada, y aun así no terminaba de asimilar su suerte tan próxima ni tampoco la audacia de su marido. Este no tenía forma de verla porque estaba detrás de ella; yo la miraba como fascinado y no movía un dedo. Al final, la abrumadora presión interna forzó los frágiles huesos inferiores del cráneo, imprimiendo en su rostro una mueca indecible. Su panza, sus músculos, sus caderas, el pecho, todo su cuerpo, habían llegado a proporciones inimaginables. De repente eructó, emitiendo un largo gemido silbante; fenómeno que, si se quiere, pueden explicarse por la violenta presión del aire, que se abrió paso de repente a través de la tapa de la garganta. Los ojos, por último, se voltearon, amenazando con saltar de sus órbitas. Con las costillas muy abiertas, ya no reunidas alrededor del esternón, parecía una pitón digiriendo un burro, qué digo, un buey, un elefante incluso. Sus órganos genitales, los órganos rosados y aterciopelados tan amados por Nikolai Vasilievich, eran ahora protuberancias horrendas. Llegados a ese punto, la creí ya muerta. Pero Nikolai Vasilievich, sudando y llorando, murmurando: oh, querida, oh, santa, oh buena, seguía inflando.
Explotó de repente y, por así decirlo, toda entera: no fue una región de su piel la que cedió, sino toda su superficie al mismo tiempo. Y se esparció por el aire. Sus trozos cayeron más o menos lentamente, según su tamaño; de cualquier forma ya estaba reducida. Recuerdo distintamente un pedazo de cachete con una parte de la boca que quedó colgando de un borde de la chimenea; y un poco más allá un jirón de seno con su punta. Nikolai Vasilievich me miraba fijo, aturdido. Después se recompuso y, tomado de vuelta por la furia, comenzó a recoger con mucha conciencia esos pobres trozos que habían sido la carcasa de Caracas, toda ella. “Adiós, Caracas”, me pareció oírlo susurrar “adiós, cuánta compasión me dabas…”. Y acto seguido añadió distintamente: “¡Al fuego, al fuego! ¡También ella al fuego!” y se santiguó, con la mano izquierda, claro. Una vez recogidos todos esos tejidos marchitos, colgándose hasta de los muebles para no olvidar ninguno, los tiró en el fuego de la chimenea, donde empezaron a quemarse lentamente y con un olor extremadamente desagradable. Nikolai Vasilievich, como todos los rusos, tenía pasión por tirar cosas importantes en el fuego. Con el rostro enrojecido y una expresión indecible de desesperación y a la vez de siniestro triunfo, contemplaba la hoguera de esos miserables restos; me había agarrado un brazo y lo apretaba firme. Apenas comenzaban a consumarse esos fragmentos de desnudez cuando pareció una vez más estremecerse, como si recordara algo o tomara una seria decisión; enseguida salió con prisa de la habitación. Pocos segundos después lo escuché hablarme a través de la puerta, con una voz rota y estridente. “Foma Paskalovich” gritaba “¡Foma Paskalovich, prométeme que no mirarás, golubick, lo que estoy por hacer!. No sé bien que respondí, o si intenté calmarlo de algún modo. Pero él insistía. Tuve que prometer, como un niño, que iba a mirar hacia la pared, esperando que me diera el permiso para darme vuelta de nuevo. Se abrió la puerta de un golpe y Nikolai Vasilievich se precipitó en la habitación, corriendo hacia la chimenea.
Aquí debo confesar mi debilidad, del todo injustificable, dadas las extraordinarias circunstancias en las que me encontraba; me di vuelta antes de que Nikolai Vasilievich me lo permitiese, fue más fuerte que yo. Me di vuelta justo a tiempo para ver que sostenía algo entre los brazos, algo que tiró con el resto al fuego, que ahora humeaba alto. El ansia de ver me había aferrado irresistiblemente, ganando todos mis movimientos, y me empujó hacia la chimenea. Pero Nikolai Vasilievich se me paró enfrente y me empujó presionando sobre mi pecho con una fuerza de la que no lo creía capaz. Mientras tanto, el objeto ardía entre un gran humo. Para cuando se calmó, no pude ya ver más que un cúmulo de ceniza muda.
En verdad, si quería ver era sobre todo porque había ya entrevisto. Pero solo entrevisto, y no debería dar más reportes de ello, ni introducir un elemento incierto en esa verídica narración. Y aun así, un testimonio no está completo si el testigo no se refiere incluso a lo que no le resulta de toda razón cierto. En suma, aquello era un niño. No un niño de carne y hueso, se entiende, sino más bien un títere, un muñeco, de goma. Algo que, en fin, en apariencia se hubiese dicho el hijo de Caracas. ¿Habré cedido también yo al delirio? No sabria decirlo; esto es, sin embargo, lo que vi, confusamente, pero con mis propios ojos. ¿Y a cuál sentimiento respondí cuando, habiendo vuelto Nikolai Vasilievich a la habitación, callé cuando se lamentaba para sí: “también él, también él!”?
Y aquí todo lo que me es conocido de la mujer de Nikolai Vasilievich se consume. De lo que fue de él luego, hablaré en el próximo capítulo, el último de su vida. Interpretar sus sentimientos en la relación con su mujer es, como en cualquier caso, algo de otro orden y muy arduo; es algo que se ha tratado en otra parte del presente volumen, a la cual dirijo al lector. Espero mientras tanto haber arrojado suficiente luz sobre una controversial cuestión y haber desvelado si no el misterio de Gogol, al menos el de su mujer. Implícitamente, he rechazado la insensata acusación de que él maltratase e incluso pegase a su compañera, así como he rechazado otras absurdidades. ¿Y qué otra intención puede tener en el fondo un humilde biógrafo como yo más que la de ensalzar la memoria del hombre excelso que hice objeto de mi estudio?
Tommaso Landolfi, 1954
Traducción: Sofía Brucco
PH / Tommaso Landolfi
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