“Pero yo los recuerdo”. Las memorias de la hermana de Tsvietáieva / Laura Estrin

 

                                                              “Tergiverso las cosas. Conjugo el pasado, imitando la realidad de aquellos días. Pero aquel día no ha terminado, ¿cómo podía terminar?”“¡La estoy viendo ahora! ¿Dónde va todo eso? La usanza, irrepetida, de una persona por siempre irrepetible”

(Anastasia Tsvietáieva)

 

En los libros largos uno demora su propia vida. Memorias. Mi vida con Marina (1896-1991) de Anastasia Tsvietáieva, la hermana, no se pierde nunca. Es un libro enorme sin una palabra de más. Alguna repetición de la vejez, de retomar el libro quién sabe cuándo-quién sabe dónde. Dos vidas terribles escritas.

 

“Marina crecía como crece un joven roble… sus ojos color verde claro y de mirada un poco altanera brillan… Su cara y cabello nos son familiares desde la cuna. No, no es eso: existe y ha existido desde siempre, como existen y siempre han existido el bosque, los prados, el río, el cielo… Escucho qué es un ´duelo´, que en un duelo lo mataron, a Pushkin…, y me parece que estas líneas han existido desde siempre, desde lo antiguo, como el bosque y como el cielo: ´Yo me erigí un monumento no hecho por mano humana, la senda popular que hacia él conduce no se cubrirá de maleza´”.

 La infancia es larga, eterna, a las hermanas les gustaban los perros, a Marina le gustaba mucho tomar sol o la felicidad del mar cuando lo conoce, fueron criadas por su madre. La escritura de la infancia tiene aplomo, es justa, inicia el mundo: “Sentimos (creo que mamá también) una angustia desgarradora por todo lo que había existido antes, todo lo que ahora solo vive en el alma, todo lo que había pasado… El lirismo empezó con la primera bocanada de aire inhalada y exhalada, con el primer trago, el primer sonido, el primer olor, la primera toma de conciencia: estoy viva´.”

 A las Tsvietáieva no les gustaban las muñecas, las llevaban boca abajo, no les gustaba besar, Marina era más hosca y áspera, casi intratable pero se distinguía por tener clarísimo lo que quería y lo que no: “Nos queríamos con ternura, pero en ese nivel profundo en que la verdad se esconde” –escribe Asia. No concebían las casas sin escaleras, arrastraron muebles y comida por ellas toda su vida y quedó su magia de cruce en el genial poema de Tsvietáieva.

Anastasia recuerda de memoria a lo largo de 1200 páginas los poemas de Tsvietáieva, y le acuerda un poder de gigantes: “Musia puede con todo” -anota, ella entenderá que su hermana podrá con la muerte que nunca quiso pero al fin eligió.

Las hermanas no tuvieron educación religiosa, Anastasia escribió libros donde estudió lo ateo, Tsvietáieva tuvo lo divino: su escritura. “El sonido de las palabras, lleno a rebosar de su sentido, nos suscitaba una alegría totalmente material. Con tan solo empezar a hablar –en tres lenguas casi de entrada-, de una u otra manera, nos encontramos en una comunidad especial… A determinada edad, al escribir la primera estrofa poética o tu primera frase de prosa se convirtió en una liberación anhelada de la sobresaturación de esa sensibilidad a la palabra… Nuestros padres sabían francés, alemán, inglés, italiano; junto a éste, mamá quería poner el español, como el que coloca una guitarra junto a un piano de cola… En cuanto a Marina…, no hay nada que decir. Su don quedaba un rango por encima del mío; desde su primeros años de vida supo –como reza el dicho-, ´bajar las estrellas del cielo´”. Marina “leía en italiano sin haberlo estudiado. Las raíces latinas de las palabras –en todas su variadas modificaciones- para ella eran familiares, orgánicamente fáciles… estudiaba en dos cursos a la vez”. A Tsvietáieva, a su regreso a Rusia en el 39, luego de que Serguei sea fusilado sin ella saberlo y Alia desaparezca en el Gulag, le dan para traducir poemas bielorrusos y luego judíos, lo último de la escala de las lenguas… para el soviet.

La memoria aquí escribe una unidad de hermanas y una singularidad: recitaron a dúo, tenían la misma voz. “Pero también adivinaba vagamente la naturaleza especial de los sentimientos de Musia, ¡diferente a la mía! El ansia de separar su alegría de los demás, la autoritaria avidez de encontrar y querer todas las cosas ¡sola!: su penetrante conciencia de que todo esto le pertenecía solo a ella, a ella, a ella más que a nadie; sus celos de que alguien más (y sobre todo yo, que me parecía a ella) quisiera esos árboles, los prados, el camino o la primavera del mismo modo que lo hacía ella. Su posesión – de los libros, de la música, de la naturaleza –proyectaba una sombra de hostilidad sobre los que (como yo) teníamos una sensibilidad parecida.”

 “Abandonamos Moscú una tarde de otoño del año 1902. Marina tenía 10 años cumplidos; yo, 8… La nostalgia por Rusia nos fundía con mamá en un solo ser. Nos entendíamos sin hablar, con medias palabras.” Hijas de una madre joven, música, pero perdida para la vida propia; hermanas de otros hermanos de otras madres, con distancia de años y de carácter con el padre, las muertes de ambos fueron abismales para Anastasia. Marina corría ya otros frentes, era una niña dura, “todo lo que la apartaba de los libros era más bien un estorbo”, tragaba Racine, Corneille, las odas de Hugo a Napoleón, Goethe y Jean Paul. Se entusiasmó con María Bashkirtseff con cuya madre se escribió y recibió a cambio fotos y saber del diario. Tsvietáieva, de todo lo que no fuera escribir amargamente, se quejará a su hermana en Meudon, París, cuando ésta la visite gracias a Gorki y todos enfermen de escarlatina. Allí Marina a quien de niña se le enredaban los hilos al tejer, sorprende a Asia: en Francia Marina teje. Teje y clama por la pérdida de sus mañanas, su tiempo para la poesía.

Los retratos, las fotos recordadas, inundan el relato: “Marina tiene una sonrisa ligera y maravillosa, la cara iluminada con tímida felicidad. Parece la hija de un gigante sobre los témpanos de hielo del Glacier des Bossons. En su mirada algo entornada se trasluce valentía. Ahora esta fotografía pervive sólo en mi memoria.” Y “Vamos a Doré, en Kuznetski, a retratarnos: una fotografía artística. Doré nos saca no como los demás, sino de forma poco clara, con la luz a lo lejos o en un lateral, y las caras… como visiones: no hay rasgos, sino que es la memoria de la cara de la persona, la expresión de su cara. No es una fotografía, es un retrato… Esas imágenes de cartón flexible nos sobrevivirán. ¡Permanecerán!… La cabeza de Marina más arriba, ella la sujeta casi hasta con arrogancia (es timidez)… El misterio del fotógrafo Doré es la iluminación de los rostros. En su temblor, en lo imperecedero del momento… Y no voy a ser justo así en la memoria de alguien cuando desaparezca, como todo en la tierra, un retrato mío arrojado como una sombra -¡contra un instante iluminado!-, un fondo”.

Las hermanas tuvieron una vida de “cardo corredor que anda rodando y rodando”, supieron de la pérdida del espacio y del horroroso tiempo, de los días que no vuelven jamás. Sufrieron horribles exilios, en Praga una, en Crimea la otra, luego París y Moscú, luego el Gulag. Muchos años, del ´37 al ´59 Anastasia sufrió la deportación, Alia, la hija mayor de Tsvietáieva, la única que la sobrevivió, también. “Toda yo ¡una despedida!” –dice Anastasia y suena con el ritmo de Tsvietáieva, en esa vida de desapariciones que cuenta.

Una vez Tsvietáieva había respondido que no entendía por qué se le preguntaba por cierta traducción libre porque entonces habría una forzada, ella, igual que en el abandono de los metros, optaba por aquella: “Troqueo? ¿Dáctilo? ¡Anapesto’ ¿Y otros por el estilo? Por dios, no los conozco… Siempre he escrito tal como oigo…”  Y el paralelo entre la escritura de la hermana que memora y de Tsvietáieva crece cuando leemos acotaciones, frases, exclamaciones de Anastasia que suenan como en Tsvietáeiva y textualmente aquella recuerda: “nuestro encuentro es un milagro” –como su hermana entendía la amistad, el amor, o más bien la devoción. Pero una y otra vez vuelve a angostarse cuando Tsvietáieva le dice: “¡He perdido totalmente la costumbre de estar con gente y de conversar! A la mínima discrepancia con mi interlocutor, tengo ganas de escapar, ¡qué mal me siento!”. Tenía 17 años y frecuentaba a Bieli, Pasternak, Briussov, Aséiev, los Makovski, Adamóvich, Mashkóvtseve, Jodasiévich, Adelaida Guertsik, Shestov. Fue por ese tiempo que Balmont la fue a ver a su casa y le dijo “He venido a conversar con usted sobre convicciones e ideas. No logro determinar las suyas en los poemas. Tengo muchas preguntas” y las hermanas se burlaron en “la inspiración perfecta de la desesperación”. Pero el alma de Tsvietáieva “se acogía a otras devociones como si fueran su último reducto, sin poder encontrar reconocimiento y una misión en la vida por su inconmensurable orgullo… la muerte de Tarás Bulba… Cómo era posible que la gente pudiera seguir viviendo como si nada después de haberlo leído, intercambiar las noticias del día y olvidarse de cómo Tarás continuaba dando órdenes a los suyos, mientras que el fuego ya lamía sus pies…”. Tsvietáieva escribía: “Y Gógol, pensativo, asentía con la cabeza/ desde su pedestal, como un hermano mayor”.Tsvietáieva nunca pudo vivir en otro lugar que en su literatura. Si no nos dejan otro lugar, vivimos en el mito de la enorme literatura.

Asia escribe en este libro, de memoria, diarios perdidos, diarios robados, en ningún  momento el poder soviético es tema de su recuerdo, en ninguna circunstancia lo es su propia desgracia múltiple, solo que no puede anotar su vida sin los efectos de esa historia en sus cuerpos, en su hambre, en sus hijos muertos. Y así Anastasia deja ver que Tsvietáieva escribía como respiraba, cada escena, cada encuentro, cada hora era un poema, cada aparición, cada despedida, otro. Anastasia recuerda enteros y extensos poemas juveniles o variantes abandonadas que atisban la escritura durísima y perfecta de lo que leemos hoy en Tsvietáieva.

La hermana puede registrar cuando a la par de la vida también cambian la geografía rusa: “Y así, la vida nos regaló Koktebel el mismo año que nos quitó Tarusa”. Asegura que con sus “cabezas tristes e irónicas” entraron en la juventud y Marina conoció la felicidad en sus desamparadas vidas al conocer a Serguei Efron. Y desafiando a los biógrafos repite: “¿Quién se atreverá a decir en mi presencia que la vida de Marina es una tragedia, que Marina fue infeliz? Hubo no solo días, hubo años -¿llevo la cuenta? No, son incontables…- ¡Marina fue feliz!… su unión con Seriozha no tenía brechas, ellos lo aceptaban todo en una única respiración, era completamente feliz con él y con su hija, a la que había llamado Ariadna… Quienes leen ahora los versos de la Marina Tsvietáieva madura sacan de sus páginas la imagen trágica de una poeta y de una mujer que no encontró felicidad en su vida. Y nadie, excepto yo, su medio gemela, recuerda los años de su vida que lo rebaten. Pero yo los recuerdo. Y digo: Marina fue feliz con su sorprendente marido, con su maravillosa hija pequeña, en esos años de antes de la guerra. Marina fue feliz”. Pero Anastasia que tuvo menos años de paz anota enseguida: “El oficio de Marina era llorar el destino del poeta, el destino del amado, el llanto de Yaroslavna… por cada príncipe Ígor sobre la tierra. Y por ella misma, antes de tiempo, sin dejarle a nadie el honor de llorarla así… en el apogeo de la juventud, ¡en el momento de la felicidad!”

Asia sabe que Marina también tenía un sistema de comprensión absoluto, junto a sus amores y su escritura y recuerda que una vez le dijo: “-Asia –dijo Marina, y su cara estaba pálida…-, en esa palabra él te dejó toda su fe en ti… En la altura de vuestro encuentro, en el nivel de ese milagro espiritual…, ni un intento de besarte…, ¿un italiano?, ni una pesquisa sobre tu vida…, eso es porque ¡tú te convertiste en su vida! ¿Lo entiendes?…”

Este es un libro triste donde Asia insiste que Marina Tsvietáieva fue alguna vez feliz hasta que llega la Guerra Civil Rusa y el libro enloquece como la vida: “con el inicio de la guerra, se acabó nuestra juventud… Ese otoño cumplimos Marina 22 años, y yo, 20”. Y en esos mismos años aparece primero como amigo de Asia, Mandelstam, del que Andriusha, el hijo pequeñísimo de la autora, pregunta: “¿Quién le ha puesto la cabeza tan arriba a Mandelstam? ¡Anda como un zar!”. Por ese tiempo la escritura y el recuerdo de Asia se hace rauda y concentrada: “El 2 de marzo de 1917 el zar abdicó. Después hubo acontecimientos tales que yo no voy a resucitar ahora. (Además, ¡los han sucedido fielmente tantos libros!). Mientras que me voy hacer cando a la frontera de mis pérdidas personales…. El 13 de abril de 1917 Marina dio a luz a una niña: igualita a los Efrón, como Alia. Marina la llamó Irina. No había noticias de Seriozha. Marina llevaba ya varios meses sin saber dónde estaba”. Efron no conocería a esa niña y Marina reuniría escritos a máquina sus Poemas Juveniles (1913-1917) que le dedica a Asia y se los envía por un amigo del Ejército Rojo a Crimea.  Tsvietáieva ya va rumbo a peor: “La risa es más brusca que antes, más suelta y discontinua, y en lo más hondo de ella: melancolía…  (y Asia recuerda que su hermana grita:) “-¡Nadie me ayudó! Mientras Irina se moría. Los antiguos amigos pasaban en carruajes con sus negociantes oportunistas (entonces ya había negociantes de éstos). Solo había col congelada. Para que aceptaran a las niñas en el hospicio del Ejército Rojo tuve que firmar un papel que eran niñas refugiadas, que me las había encontrado en casa. Las aceptaron y les dieron de comer. Pero ya era tarde para Irina… He salvado a Alia a costa de Irina. A las dos… ¡no pude! Alia ha sobrevivido y ahora es como más resistente. Alia tuvo tres enfermedades a la vez: sarna, malaria, pulmonía. Alia, ni te atrevas a dejar algo en el plato. ¡Cómetelo todo! Me parece que ya ha salido el sol… Estoy recopilando dos antologías líricas: Verstas y el ´Zar-doncella´, un cuento en verso, tengo lista una pieza sobre Casanova”. Tsvietáieva, en ese primer reencuentro con su hermana alejada más de 3 años en la devastada Crimea, sabe: “Y así voy, sombra nostálgica/ sobre mis amigos durmientes”. Amigos-gallos, los llamará. “Y su mirada perspicaz y maléfica de ahora, la hinchazón en las mejillas amarillas, y entre esas mejillas se masca una corteza de pan. La marca de esos años vividos: ´esos asuntillos´.” Tsvietáieva se endurece, camina sola ya para siempre. Y lo escribe en los poemas. Es la época de su amor por Sóniechka Holliday. Y la escritura totalmente prieta a los hechos desfigura el ritmo eterno de la infancia primera, Tsvietáieva ya confía poco-nada en la gente, no le gusta casi nadie. Y también los poemas lo dirán: “A ti, que nacerás dentro de un siglo,/cuando de respirar yo haya dejado,/de las entrañas mismas de un condenado a muerte,/ con mi mano te escribo.// ¡Amigo, no me busques! ¡Los tiempos han cambiado / y ya no me recuerdan ni los viejos!”. Incluso la casa de la infancia, de madera como todas las casas rusas de la época, no existe más, la quemaron para calentarse los hombres desesperados del ´20.

Pero Tsvietáieva siguió escribiendo en la Moscú arrasada de esos mismos horribles años en que todos parecían tener familia mientras la de ellas había quedado en el pasado. Y el libro entonces comienza a doblarse, a amontonarse en tragedia: Asia no puede hacer otra cosa con el hambre, no se puede narrarlo por lo que lo hace cuento, así dice: “era de cuento nuestro país” y recuerda que un jefe suyo le asegura débil: “-He leído su cuento. Gracias. Es un buen cuento. Contiene… la verdad. Nuestra vida es, en efecto, de cuento… nuestro país es la vanguardia de la civilización…”

Entonces Asia anota que Tsvietáieva, después de 5 años sin saber de él, reencuentra a Serguei en Praga y luego van en Meudón, donde pese a lo horrible del exilio, a lo mísero diario, “Ni una palabra de debilidad sale de ella, ni de mí… el porte familiar, ´¡cuanto más lastre -/ más alta la cabeza!´. Y allí el vértigo mortal que las memorias registran: “Lo último sobre Marina”. Asia en el ´43, en el Extremo Oriente –dice ella, es decir en el Gulag que nunca nombra, en el apogeo de la guerra, recibe de Liora, la hermana mayor de ambas, un mensaje del que no se recupera jamás: “Musia, la autora de Linterna mágica no está en este mundo. Su hijo está en algún lugar del Cáucaso, con la Unión de Escritores”.

Devastada Asia escribe estas últimas páginas para comprender: “Todos los lazos con la vida estaban rotos. Ya no escribía versos…” Y muchas de estas afirmaciones, casi textuales, se repiten en las biografías que conocemos hace mucho de Tsvietáieva. Y Asia sigue anotando: “Marina estuvo años midiendo con la mirada los ganchos en los techos, pero llegó un momento en que  lo necesario no era pensar, sino actuar. Y bastó con un clavo.” Y sigue un poco más: “Marina no está. Nunca la vería. ´La muerte de Marina será la pena más profunda, aguda –no tengo palabras- de mi vida´, escribí entonces… Me dejó en medio del hielo… ¿iba a tener que vivir así, en esta imposibilidad de respirar del todo, hasta mi muerte?…”

Años más tarde recupera por un tiempo, el Gulag se traga casi todo, una carta que Marina le escribe a los 17 años cuando había pensado en suicidarse, una carta que encuentra tarde, después de la muerte de Tsvietáieva, pero donde aquella para siempre le dice: “No te arrepientas nunca de nada, no hagas cuentas ni tengas miedo, o después acabarás atormentándote tanto como yo”. Y en ese Lejano Oriente que nunca llama Gulag, que nunca explica, intenta copiar de memoria retratos de su hermana. Y nos cita una última carta de Mur, el hijo perdido en el frente de guerra: “Gracias, Asia, por sus cartas. De las que recibo, son las únicas que están escritas con tinta de verdad. Todas las demás están bautizadas con agüita”.

Laura Estrin, 2018