Laura Estrin construye con palabras un todo orgánico, lo vital de cada nombre se enlaza a otros nombres, necesarios, otras formas, para levantar un mundo en constante movimiento, amplio, expansivo, que se modifica y se sostiene en el tempo vertiginoso de su escritura.
Sofía González Bonorino
Una consonancia de música, ese tono cantarín, una similitud en el registro de las palabras, una cercanía de Buenos Aires, quiero decir, una comunión de zona nos sorprende al leer estos poemas de Eduardo Romano, Las moradas (y otros textos). Colores que nos acercan al mundo de la obra de Oscar Steimberg, o con la de Bettinoti, directamente. Evidente, clara consonancia. Todo un mundo, una época -dirán algunos: “jopo y zapatitos” –dice el poema de Romano. Incluso rimas, esas que ya no quedan y que como formas duras, concretas, son difíciles de volver hoy originales como lo hacen estos libros. Incluso ese “lápiz indeciso” se anota tal vez a la búsqueda de formas en Luis Tedesco, a su “lírica indecisa”, pero que aquí solo queda de paso porque en estos poemas no parece haber más que experiencia, historia, y no búsqueda.
En este poeta, el pasado o el recuerdo del pasado reaparece y compone el hilo que arrastra el verso, el poema: “Todo eso y nada puede confundirse con el nombre/ de una calle por Flores al final de la década infame/mi facha de escolar a la gomina”. Y por qué no agregar a esta serie breve, un poeta más, un poeta de puerta cancel, de Avellaneda, de la calle Paláa, Hugo Savino. Lo encuentro cercano a versos como: “Ya se sabe volver a casa es muy difícil/ tuercen los mapas desfiguran con saña los paisajes/ sólo me guía la pública franqueza de un quiosco callejero/ de una sonriente panadera que saluda sonríe gesticula” de Eduardo Romano. Si bien su música semántica, o ambas, lo acerque más a Steimberg, el agujero triste del recuerdo familiar me lleva a Savino, a sus prosas líricas, si es que hay que darle un nombre a sus Elia, el relato que por entregas va destilando estos años.
Y me quedo en ese último verso de verbos seguidos (“saluda sonríe gesticula”) que es verdadera mano lírica: saber anotar, saber pasar. Acompañar la poesía que es el propio mundo vivido y registrado. Y es la historia argentina lo que la política del verso de Romano acuña, en este caso cercano a los Lamborghini. Pero no se trata de comparaciones sino de valores. De volver a una poesía lectora y lectora del mundo. La que perdimos. En estos poemas, el autor se ve en esa vereda, en alguna falta, en el paisaje –diríamos repitiendo a Savino. No es un interior-expresión-suelta como en los deshilachos que hoy se producen por todos lados, es un atadito de memorias locales, urbanas. Y si la precisión de lugar y tiempo también es imprecisa (“Tampoco nuestro tiempo y sin embargo recuerdo unas fugaces”), lo cierto es ese ayer de faltas y ausencias, “de una larga experiencia letrada me redime –redime a las/ generaciones anteriores de tanos iletrados-“; y puede estar en el Secundario Moreno al que también fue mi padre. Muchas consonancias, demasiada cercanía –dirán algunos: hipódromos, dineros faltos, olvidos pero no de “meidale Janita”. Además, en su hilo de memoria encuentro al siempre recordado por Jorge Quiroga, Luchi, con su fábrica poética (“el veterano Luchi tenía su fábrica poética/ al lado de la nuestra y nos prestaba el Sena,/ generoso, si le queríamos escribir algún poema.”). Y es un instante, cuando el ojo recorre el verso, en que encontramos esa música algo conocida de otros poetas cercanos. En algunos más dulce o armónica, como puede ser la de Romano, en otros más ríspida –como en Savino, o más escueta o elíptica como en la obra de Jorge Quiroga. Pero en casi todos estos autores que refiero creo vislumbrar un desacomodo: “Muchos con gestos sobradores sonrientes/ ya se estarán diciendo este tipo venera los 60/ pero yo les respondo, adelantado, que nunca me embarqué/ en esa historia de la poesía por estantes ni en el/trayecto Constitución a Tigre -para en todas-,/salvo una vez borracho y sin poder apearme.”
En Romano los versos son cantos, cantan afinados, anudando o, mejor, ajustando el recuerdo: “y la gran masa del pueblo que combatía (no mucho,/ convengamos)”. Por eso el poema se me vuelve casi historia, relato, camino a la vez que disquisición apretada. Y el mismo Romano hilvana amigos: “con el negro Santana más memorioso que el memorioso Funes/ con Horacio Pilar (del peronismo mágico) que era capaz/ de disertar hasta dos días sobre una araña pensativa/ y el billete gastado que De Brasi, amigo baby face, sacaba/ siempre el mismo para pagar lo que ya habíamos robado.” El poema cose amigos porque las tantas mudanzas deshilvanan la vida (“Había que mudarse sin asco de repente/mi viejo, gitano impredecible”) que estos poetas así rejuntan.
Las moradas es la propia historia de una época, de un costal de vida, una vida tan al bies pero a la vez tan entera como la risueña referencia de Steimberg al semiólogo de provincia (o algo así) que sus poemas apuntan (y que mal anudo al de boliche que en el baño guaraní entendió -según Libertella), en ese registro el poema de Eduardo Romano dice claro: “me meto hasta gozar en el enjambre académico/ donde no me esperaban pero gano (los segundos afuera)/ me quedo reducido al horizonte burocrático/ pero es mejor así la historia dejó de ser política/ se vota a los mafiosos a los cantantes de moda a las vedetes…” Tal vez porque la poesía es un riesgo enorme, el escribirse lo es: “Escribo artículos capítulos de libros volúmenes enteros/ salgo a la cancha haya o no un adecuado referato/ y escribo me parece sustancioso en un disquete light/que nadie lee tampoco importa se los puede archivar/ en Bibliotecas Populares con la puerta tapiada para ciegos./En cuanto a los poemas o sea estas palabras tan privadas/ las dejo almacenarse durante varias décadas ya añejos/me digo que pueden publicarse más no sea/ para que algún desorientado se diga en su sofá/ ese coso está vivo todavía.” ¿El poema ríe o sonríe? es cuando puede cerrarse un poco, al final, en una frase de ese otro tiempo como “no hagan olas”.
Estos poemas inquietos y desacomodados son algo “irreverentes” y saben: “Pero ahora sé que ´Todo lo que perdí(mos)´/no volverá” pero las palabras, algunas también de otros –como allí se dice-, hacen cercano ese arrumbado lunfardo de Buenos Aires. Y los versos se quedan cercan, muy, uno tiene por epígrafe el horizonte cercanísimo que compartimos algunos de nosotros, la facultad: “Me dice que para las chicas de Filosofía y Letras tiene mucha realidad un poeta llamado Romano…” (En nota al pie el autor aclara: “Anotación de Adolfo Bioy Casares en Borges (Buenos Aires, Destino, 2006, p. 1963”). Este poemario, con seguridad de autor, pone y dispone lo que lo afecta cercano.
Hace poco pude volver darme cuenta, a ver, leyendo los últimos inéditos de Osvaldo Lamborghini, que la historia de la poesía argentina contemporánea tuvo un maldito quiebre en los 90. Fue cuando los autores dejaron de ser autores y fueron todos, todos escribieron poesía. Y no lo digo aquí sino para poder agregar que estos poemas, este autor, Eduardo Romano, igual que los que mencioné cercanos en mi lectura, me permiten pensar que ese quiebre tapó, encegueció como la vanguardia encegueció a Boedo –diría Nicolás Rosa. Ocultó la lírica que de hecho se siguió haciendo, por supuesto llamo lírica a esas frases con sonido, con sentido y con inaudita presencia original que aquí voy citando y siguiendo. Para decirlo quizá con términos de esa época literaria abandonada son o tienen “el alma que canta”.
Y de nuevo, como en Steimberg, pero de otro modo, por supuesto, están los que llegaron, confundidos: “¿Quiénes son estos dos inmigrantes/en medio de los varios millones que llegaron?/ ¿Los une algún atajo con mi sangre?” Confundidos, o mejor, perdidos: “No puedo responder, no los conozco,/ seguramente ya se disolvieron en esta levadura/ señalada en el mapa como ciudad de Buenos Aires”. Perdidos en la pobreza, en conventillos, sin embargo ellos son personajes nuevos, o únicos, quiero decir que no son tipos. Son como Elia, como Lola, como los personajes de los relatos líricos que Savino llama ´novelas´.
Romano en algunos otros poemas pone fotos, describe fotos, retrata vidas y destinos chicos, lejos de los letrados que figuran – en otros de sus versos- al Borges cansando bibliotecas, espejos y tigres (¡!). Porque alguna vez habrá que decir que Borges cansa o cansó, también encegueció. Sin vueltas estos versos de Eduardo Romano escriben: “En cuanto a don Santiago, un criollo/ trabajador hijo de criollos –ésos/ que nunca mentan los manuales/ porque suponen que aquí mero trasplante-.” Claro entonces que los versos dicen que esta no es obra sabionda sino palabra inscripta en la lectura de una tradición argentina que se hace propia. Inmigrantes entre criollos, gringos que pueden volverse cautivos. Esa progenie ahora recuperada, en fotos viejas, en recuerdo entreperdido, es lo que la escritura repone, puede reponer y nos trae al presente: “me parece –ahora que soy grande,/que conozco su historia- dibujar un presagio/ pronunciar a su modo una advertencia”. Y esta misma obra, verso y poema, le hacen el responso a ese mundo recordado: “Descansa en paz, Reinaldo,/ la muerte es una inmensa casa solariega/ a la que cada uno llega/por donde sabe, pudo o le mandaron.” La poesía hace justicia, también se contrae, se calla: “No es justo entonces que ahora, impunemente,/ me ponga a decirles su final/ a relatar en verso la historia de su muerte.” Digamos que la poesía es esa justicia silenciosa que puede tocar, volver vivo al recuerdo pero dejarlo además pastar en paz: “Pero mejor dejemos las cosas como están:/ vos retornás a los trece, a esa tersura/de tu piel que no estaba aún acariciada/y yo a mi vez guardo esta foto/entre los desperdicios que arroja la marea./Son una prueba, al fin, de que hemos existido.” Romano en otra frase dirá -como dice la poesía de Zelarayán- que la poesía la deja para otra ocasión, la guarda, la escribe para el futuro.
Para acompañar estos poemas que acompañan su historia es irresistible la cita, porque el poema se sabe a sí mismo, digo, el autor sabe y solo hay que citarlo: “Ahora estamos gracias a fotos Mandri en populosa/ Playa Bristol aferrados a una enérgica soga con mi abuela/ de gorro blanco y me sostiene para que saque pecho/por una remerita rayada como buen aspirante/a Pato Vica que sólo se quedó, corrido de manera/ incesante por el tiempo, en poeta burlón y costumbrista.” Los poemas se preguntan, se miran, espejean sobre lo que fuimos y lo que somos, pero no vuelven atrás, no reescriben la vida, los poemas escriben la vida por primera vez, como una primera vez en que las hijas nacen, las muerde un perro y visitamos playas que solo quedan como cuadros o fotos en el recuerdo. La poesía presenta no representa, si no fuera por la poesía el recuerdo, la vida misma, moriría: “Acabo de reconocer lo que me ignora/ y creo sin embargo/ -nada más presuntuoso, finalmente, que uno-/ conocer el origen de estos conocimientos/ tener un yo y un más que yo consolidados/ no una bandada de impresiones/ que vuelan o aterrizan cuando quieren.” La poesía reúne los exilios, los noviazgos, los poemas se siguen pero van y vuelven por el tiempo, amontonan tiempo-dijo el enorme lírico entrerriano. Van del 40 al 80 y del 20 al 90, no son solo el autor sino los padres, los abuelos, los tíos, las hijas, nuevamente, y los amigos. Encima, además, aún –como escribió Osvaldo Lamborghini- los poemas repasan el “turismo académico”, las “pérdidas económicas totales”, el country y Mirta (¿¡ya en el ´40?!). La poesía no perdona nada, nada de lo perdido, nada de lo difícil vivido: “el jueves era un día sabroso día pastaciutta/ precedida por pan aceite ajo y un ejemplar Patoruzito./ Sus tapas en colores deslumbraban/ pero adentro latía blanco y negro la aventura” para luego definir: “Sí, ahora veo claro que la vida entremedio o entre medios/ es mi vida y la puedo contar de una sola manera,/a pedacitos (o sea con el aliento en verso entrecortado).” La poesía re-pasa lo vivido, desde el terremoto en San Juan hasta la radio pegada a la oreja de alguna tarde: Steimberg en Cuerpo sin armazón también recuperaba la Spica. Y el poema de Romano corre a la vera del inicio de la TV y de las actrices hoy olvidadas o desconocidas para casi todos. Estas poesías son como el Uruguay, un país donde la Argentina puede verse como una foto de hace 50 años.
Repito, imposible no citar este poemario-biografía-andante: “a cada rato algo estallaba/ en la Universidad había que acabar con las falacias/ improvisar la historia literaria desde el ángulo/ de los que no escribían o ni siquiera hablaban/ discutir con la ciencia marxista plena de respuestas/ que nunca habían servido prácticamente para nada/ meter en los programas a poetas del tango/ algunas narraciones que perduran filmadas”. Poemas que no pierden altura y registro, es decir canto, cuando memoran al amor, los primeros (“los viejos amores que no dejaron nada”) y, también, el último. Para escribir hay que tener algo para decir -así creo que se decía antes, yo lo creo firmemente ahora.
Laura Estrin, junio 2020
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