
Koshimuru se asegura en el centro del ring. Alrededor suyo, la columna alambrada asciende como si se tratase de un curioso tubo arácnido que va al encuentro de la punta del domo Fuji. Mareada por los gritos, titubea un poco. El stacatto del arma preferida por los japoneses —el autofoco Nikon o Minolta— crepita a los costados. Los fogonazos azulados de los flashes y la luz roja del vapor de sodio que cae de las rampas se concentran en pesadas volutas de humo, que se desplazan más allá del alambrado tubular que separa el ring de los espectadores.
Todos gritan en la luz y la humareda. Un trueno de artillería humana. Pega en el suelo, los asientos, las latitas de Coca, las manos, las revistas de lucha libre enrolladas, tal vez el vecino: todo lo que puede ser golpeado. Vibra bajo los pies. Está bien.
Detrás del alambrado se asoman las fauces negras y brillantes de las cámaras de la NHK. Koshimuru le sonríe a uno de los objetivos y su rictus provoca un pequeño derramamiento de sangre ahí donde hace un rato explotó su incisivo… Ni que decir tiene cuánto complace a su mánager, el pequeño doctor Asaki, que ha hecho de ella la “Caníbal de Chiba”.
Algunos metros más allá, frente a ella, Toroyama —su adversaria— está planchada en el cuadrilátero de acero donde intenta recuperar el aire. Koshimuru viene de despacharle con todo el peso del cuerpo un sharpshooter en el medio del plexo. En el momento en el que el contacto tuvo lugar se produjo un ruido raro.
Koshimuru le dedica una mueca provocadora a su rival. Va a ganar. Va a volver a ganar ese maldito título asiático. Y es que, esta noche, las deidades sintoístas a las que les rezó durante meses, a las que les consagró las ofrendas en el Fuji, los pequeños rollos de papel, las flores cortadas, los tazones de arroz perfumados de jazmín, sí, los dioses de los samuráis, de los ninjas mercenarios y de los sogunes, están, indudablemente, de su lado.
Toroyama se sofoca. Sus ojos están vidriosos, su cara está roja, sus labios azules, su pómulo derecho no es más que un pedazo de carne morada, como un fruto podrido a punto de caer de un árbol. Es ineluctable: está casi vencida. Koshimuru inspira profundamente. Un segundo después, golpea con todo su peso el esternón de su adversaria, que se aplasta ruidosamente contra el alambrado. Koshimuru rebota frente a ella y el jab-manchette que le asesta es, de hecho, un clásico del box thai: codo replegado al medio de la mandíbula. Poco ortodoxo, pero fatal. Encadena enseguida un buen golpe a dos manos en los riñones. ¡Pum! Toroyama se desploma como una bolsa pesada y Koshimuru no escucha otra cosa que la multitud que grita su nombre en el espacio hormigonado del domo.
Observa la gruesa masa que se revuelca sobre el piso en su apretado conjunto violeta. Koshimuru se pone en marcha. Como una bomba sorprendentemente ligera y silenciosa, sus 97 kilos se levantan del suelo y vuelven a caer en un ruidoso jaque mate desplegado. El crujido es todavía más fuerte que hace un rato. La silueta se arquea violentamente, como si estuviese bajo el efecto de un electroshock. El grito de Toroyama casi que se pierde en el fragor que envuelve al domo Fuji, pero su rostro —estupefacto por el dolor repentino— se repite una docena de veces en el racimo de pantallas gigantes que acordonan la columna alambrada hasta la punta.
Koshimuru levanta los brazos hacia esa nube eléctrica y siente que el resplandor la penetra. Ahí arriba ya es una extensión biológica, una imagen que se imprime en las unidades de producción del Asahi Shimbun sobre millones de ejemplares. Es el foco de todas las cámaras de la NKH. Es la “Caníbal de Chiba” y nadie puede detenerla.
Pero la victoria que Koshimuru desea es total. Toroyama es la que le arrebató el título el último año. En esa oportunidad, Koshimuru perdió por varios desplazamientos de vértebras, contusiones de costillas y, sobre todo, una buena hemorragia interna a la altura de los ovarios. Le llevó muchos meses reponerse —y pese a todo, quedará estéril de por vida—, meses de ardua rehabilitación, y todo por este único objetivo: volver a ganar el título, la cintura de cuero y oro que le arrebató la “Tigresa Manchú”, esta gorda cerda de Toroyama.
Los LED gigantes del reloj digital anuncian que el último round se termina. En menos de un minuto sonará el gong eléctrico y el domo explotará bajo el grito de millares de gargantas que vocearán su nombre todavía más fuerte.
Ahora, Koshimuru está agarrada del alambrado a tres metros de altura. Viene de escalarlos y, precavidamente, de darse vuelta, poniendo su espalda contra la red de metal. Sus talones se afirman entre dos espaciadores de acero, sus manos se aferran sólidamente a la altura de sus orejas. Cien kilos de musculatura pero con la agilidad de un mono.
Justo abajo suyo, Toroyama amaga un movimiento vago que se apaga inmediatamente. Por más que quiera, no podrá escapar a su quintal de carne frenética, y bien que lo sabe. Y Koshimuru sabe que ella sabe. Es ese conocimiento íntimo el que hace que sus ojos refuljan.
Disfruta del silencio eléctrico que baña el hemisferio de hormigón. A sus pies, los diafragmas espejados de todas las cámaras apuntan a su dirección (menos uno, que sigue la reptación patética de Toroyama). El director debe deleitarse y las pantallas gigantes deben pasar de una imagen a otra en una especie de caleidoscopio brutal, enteramente dedicado al movimiento, al sufrimiento y a la muerte, como en esos mangas donde a veces ilustran los combates: Eternity-Zillion, Tsunami, Battle Angel Alita (alguna vez, durante la época dorada del último, Koshimuru se enfrentó a Battle Angel Alita como una supervillana antropófaga con poderes diabólicos). Por lo demás, la mayoría de las sagas mostrarán a partir de mañana su hazaña. Se convertirá en la heroína bishonen del año, romántica y mortal, la guerrera de los combates ganados en un abrir y cerrar de ojos, la que devora sus adversarios, la “Caníbal de Chiba” que, a causa de su pasión sanguinaria y su traje rojo flúor, por poco se vuelve elegante.
Aunque, por ahora, Koshimuru está tres metros por encima de su victoria. Allá abajo, la cara de Toroyama expresa una forma aguda de resignación: la de los pequeños mamíferos acorralados por el predador. Enganchada del alambrado, Koshimuru saborea el instante. Las imágenes de su larga rehabilitación y el recuerdo de su sufrimiento desfilan rápidamente por su memoria, puesto que Toroyama la destrozó con el mismo movimiento. Ahora será ella la que recordará el dolor por mucho tiempo.
Su salto se efectúa con el silencio de un vuelo a vela. La ejecución es perfecta, horizontal, con las dos piernas bien abiertas en forma de V. Parece durar una eternidad para todos los espectadores del domo y sin dudas para los millones que están pegados a sus pantallas. Pero también para Koshimuru, que ve que el disco brillante del ring se engrosa como un lago gigante al encuentro de un avión en picada. En el medio del lago, la isla violeta se engrosa todavía más rápido.
Explota, como si Koshimuru fuese la bomba que viene de chocar contra el suelo. Un sol de sensaciones lo irradia todo: el ruido amortiguado del choque, la percusión más sorda y profunda del ring que resuena después del impacto, la ola humana que levanta vuelo alrededor suyo, el alarido sufrido y desesperado de Toroyama, el del comentador, el repique eléctrico del gong que se pierde entre el tumulto y después el hard rock salvaje de la publicidad de Fuji que envuelve todo.
Pero, sobre todo, lo que irradia es un dolor de su interior, a la altura del bajo vientre. Apareció en el instante del choque pero se infla, se amplifica al ritmo de las informaciones que su cerebro intenta decodificar en bruto.
¿Por qué es que, súbitamente, siente ese dolor en el bajo vientre, donde los doctores tuvieron que abrirla el año anterior para frenar la hemorragia? ¿Por qué se pone a escupir sangre? ¿Y por qué temblequean todos sus miembros si en realidad hace un calor que revienta?
“Eventración”. Una computadora escondida en el fondo de su memoria exhibe continuamente esa palabra. Koshimuru vuelve la cabeza hacia el doctor Asaki y amaga un gesto en su dirección. El doctor discute acaloradamente con varias personas, pero los destellos de luz lo invaden todo y a ella se le nubla la vista.
Él desaparece, aunque los destellos de luz siguen ahí. Detrás suyo, hay un curioso ruido que se repite periódicamente como un bip telefónico. Hay tipos de tubos un poco por todos lados, como serpientes de vidrio que pasan por los huecos de su codo y su nariz. Está la cara del doctor Asaki, que va y viene a su costado. Está su propio brazo, que amaga un movimiento en dirección al doctor, su mano que agarra la tela barata del traje coreano.
Y está su voz, que resuena con extrañeza en sus oídos. Hace falta que se repita a sí misma para que el doctor comprenda lo que está murmurando y para que, con estupor, también ella lo comprenda del todo. El doctor Asaki agacha suavemente la cabeza y en su cara aparece una sonrisa triste.
¿Gané? —pregunta ella incansablemente. ¿Gané?
Maurice G. Dantec / Publicado en Libération, febrero de 1995.
Traducción de Nicolás Caresano