Libros incurables / Laura Estrin

 

Jack Kerouac en el bosque de Arden de Hugo Savino y La Amistad de Guy Debord, rápida como una carga de caballería ligera de Bessompierre.

                                                         

Si hay lugar, no hay poesía; desde ningún lugar.
Toda la relación con la poesía es  desde ningún lugar.
Un escritor nunca habla de pavadas. Una de las tareas difíciles de llevar a cabo,
es sacar al artista del lugar de boludo en que se lo ha colocado.
(Osvaldo Lamborghini, No más Tadeos)

A los autores no hay que conocerlos, hay que leerlos -decía Nicolás Rosa un poco resentido, tal vez, de haber conocido pocos autores. A los autores hay que bancarlos, arrastrarlos, escucharlos hasta que no se dé más y cuando no se da más, seguir haciéndolo. Branko Andjic una vez me preguntó cómo hacía para tratar a Zelarayán, a Hebe Uhart, a Luis Thonis, a Pablo Chacón… Le respondí que a algunos por el humor y a todos por el genio. De ahí Memoria irreversible. Del mismo modo, esta crónica que aquí intento es de libros que llamo ingobernados, libros samizdat. Libros que no esperan sosegadamente compañía como tampoco mi anotación, por lo que solo pocos se les acercan, incluso pocos editores.

A los autores hay que tratarlos: Hugo Savino puede traducir genialmente el Guy Debord de Bessompierre porque escribió su Kerouac, porque escribió retratos enormes, únicos en la literatura argentina: Salto de mata, Furgón de cola. Libros colgados de la horca del tiempo. Libros geniales. Maneras extremas de armar mundos que conectan entre ellos. Hugo Savino lo dice clarito, escribe al correr de la lectura. No de cualquier lectura, de lecturas geniales.

Una vez entendí que las teorías de la literatura las escriben los que aman, allí están, en las cartas de amor, de pintores, por ejemplo, porque saben de colores. Los que pintan desesperación, los que como Kafka o Kierkegaard –para Lowry- fueron sustancia de angustia concentrada. Los que no explican. Hice una lista estos días, el recuerdo tapa o descubre bastante, recordé el Crack Up de Fitzgerald, Rumbo a peor o Film de Beckett, El drama sin atenuantes de Sánchez. La lista la desencadenó “La catástrofe de noviembre de 1956” de Sachiko Natsume-Dubé del encuentro Giacometti y Yanaihara. Bossempierre, pintor él, anota en el Debord traducido por Savino: “Una imagen plana, disipada, dejó su lugar a todo el espacio combinado de sonidos, gestos, palabras y duración. Será preciso que el tiempo vuelva a encontrar su lugar, no en la duración, sino en su eternidad, para que ese momento de nuestra vida se vuelva a convertir en una imagen, más tarde, más adelante, con mucha distancia, y después de otros acontecimientos.” Hugo Savino en su Kerouac escucha y mira y anota los colores, como lo hace desde Viento del noroeste o La mañana sol de limón. Los libros incurables apuntan escenas eternas, registros de tiempo que así no se escapa aunque señale y se consuma en los límites de la visión.  

Hay muchos libros incurables, leí en los últimos años: Cordones desatados (o Zapatos cómodos) de Federman traducido por Milita Molina, también su Nicolás Rosa, el Sánchez de Baigorria, el Arenas de Abreu, el Lezama de García Vega en Los años de Orígenes. Ahora anoto dos más: el Debord de Bessompierre traducido por Savino y el Kerouac de Savino. Están ahí, para quien guste bailar en la biblioteca porque seres libres no hay muchos. Encima todos esos libros cuentan una historia de amor y amor al arte, literal. Y anda poquito amor suelto porque el amor es tiempo y los amigos son tiempo suelto.

Escribir estos libros es, como dice Savino que escribió Claudel, responder. Responder Debord, responder Kerouac. Una respuesta erguida, justa, precisa y eso hoy en el reino del flan vaporoso donde todo es igual es tenido por violento. Estos libros incurables son como el inaudito milagro del encuentro de todos los retratos de Tsvietáieva. Desde Viva luz de vida a Max Voloshin a Un espíritu prisionero a Bieli, pasando por Una dedicatoria a Mandelstam y El poema a la montaña dedicado al editor checo cuyo “encuentro fue demasiado prematuro”. Y el retrato de Sónieshka, y MT, mi madre de Ariadna Éfron y Mi vida con Marina de su hermana. Estos libros se llevan en el bolsillo del corazón como citas de vida, como dice Tsvietáieva que en los peores años soviéticos Ajmátova tenía en sus bolsillos los poemas de Marina. Como dice Milita Molina: la raza de las Marinas, estos libros, entre los que está, ¿por qué no?, el Copi de Cesar Aira donde la marcha del continuo puede enhebrarse a la que Savino trae de Meschonnic.

El libro de Savino es una historia de lectura acendrada, purísima de un autor, de Kerouac. Es la historia de un encuentro milagroso. Dos que se tienden la mano a ver qué pasa. Y suele pasar. Si uno se abandona, no se mide –como pedía mi abuela, suele pasar que algo nos toque. Como a Willa Cather la tocó el encuentro con la sobrina de Flaubert o a Nietzsche la institutriz de los hijos de Herzen. Y a Bessompierre, una amistad de verano con Debord. Eso uno ve ni bien comienza la lectura. ¿Y yo qué hago acá? Nada. Con estos libros incurables no hay nada que hacer pero igual los anoto, los subrayo, porque ellos nos dejan sin retorno, nos cambian de lugar y ya, después, no hay adonde ir, como le puso Mekas a su camino de vida. Y se hace, se grita en el desierto donde a cualquier cosa le llaman literatura –como preciso escribió Christian Ferrer- que hay libros incurables que amasan lengua y recuerdos y experiencia literaria. Amasan literatura.

Como una catedral, por su majestad, como un templo, por su intensidad, Abreu construye el amor de amigo en A la sombra del mar. Jornadas cubanas con Reinaldo Arenas. Con palabras únicas, en el relato fielmente escrito, amorosamente recordado, ladrillito a ladrillito como decía Mandelstam de la conversación. Modos perdidos en el plot –como lo marca Savino-  ¿¡neutro!? que hoy impera pero que los libros incurables reponen. Así restallan estrellas como la del Arturo de Arenas o como el Lowry de Por el canal de Panamá, quedan esos discursos agradecidos de haber conocido hombres, ver ¡por Dios! la dedicatoria de Arturo la estrella más brillante. Hombres-recuerdos desdoblados en amigos o en sí mismos que se anotan infinitamente como en el Martín de Lowry o en el Elia que por estos tiempos escribe Savino. Como hace el Recordando a Beckett, pero más bien como lo trae al ruedo, jugando con sus hijas, Anne Attick en Como fue.

Abreu dice que Arenas escribió cinco novelas autobiográficas, en el sentido de que un gran escritor sólo escribe sobre sí mismo. Libros incurables, autores incurables. Autores que no pactaron y eso es imperdonable. Y no pactaron no por decisión o proyecto sino por sistema nervioso –como me enseñó hace mucho Hugo Savino. Abreu llegó a decir que Arenas fuera de Cuba, en el exilio, era un fantasma. Adentro imposible, afuera, inútil –como supuso Tsvietáieva. Savino acompaña su Kerouac con Mandelsmtam y con Nadiezhda y con Shalamov, salto mortal hace al anudar semejantes distancias y geografías pero el parangón es claro, la voluntad de decir ´no´ es la misma. Escribe clarito Abreu que todos los demás, Lezama Lima, Cabrera Infante o Virgilio Piñera, pactaron o colaboraron en algún momento, o fueron aplastados sin pelea por la vulgaridad. Sólo Arenas combatió, se negó a doblegarse y sufrió las consecuencias sin hacer concesiones. La policía cubana confiscaba sus manuscritos y él volvía a escribirlos. Una y otra vez. Y en el caso de Otra vez el mar era repetir una novela de más de 500 páginas. Así lo recuerda por estos días Abreu. Los sumisos, los oportunistas y los cobardes sólo pueden hacer literatura sumisa, oportunista, y cobarde. La grandeza elude a los pusilánimes. Así lo escribe el amigo certero.

Volvamos atrás. Atrás, para avanzar hay que ir muy atrás -nos decía Nicolás Rosa. Atrás: cuando se leía para aprender, para saber, para vivir. Estos libros que se arremolinan (no se juntan), los libros de autor que acá llamamos incurables, nos aprenden. Aprendemos a conocer autores, a atraparlos cuando su único ejercicio es escapar, aprendemos autores. Sin h, por las dudas aunque se trate de visión y no de saber, como puntúa Giacometti. Kerouac efector– dice Savino que lo cita. Nos aprenden, nos afectan, aprendemos de su mirada. Del régimen de las pasiones -para seguir con Nicolás que jugaba a ver si alguien lo seguía en eso de las pasiones leves y las pasiones fuertes. Pero en el Debord leo sobre pasiones alegres: “Pero es claro que su aptitud a darle inmediatamente mucho lugar a las pasiones alegres, surge naturalmente de un pensamiento que le mostró, seguramente muy pronto, que el empleo del tiempo que pasa no se sueña.”

Savino había empezado con sus retratos allá lejos, con su Néstor Sánchez pusoviolín en la vereda, modo que muchos pasaron a copiar y hasta armaron libros. Y allí se van las miles de conversaciones con Hugo sobre epígonos y figuretis. No son autores, listo –zanja a veces Milita Molina. Savino en su Kerouac lo dice todo. Lo dice claro. Libros buenos y libros malos, libros de época y libros solos, libros Mandelstam y libros Maiakovski. Savino, lector y traductor de Meschonnic pasa continuo, poética y política a su Kerouac. Como Kierkegaard saltaba a lo religioso, Savino pasa a lo sagrado. Así son los libros incurables, como el libro de los sueños de Lorenzo García Vega, como la conversación Sánchez-Ricardo, la que me enseñó el no retorno. De los libros incurables no se vuelve. No puedo ya leer novelitas. Bessompierre: “Nuestras conversaciones se desarrollan de un modo bastante libre, con un placer compartido por el diálogo, y en un juego que se establece entre nosotros, y que consiste en avanzar enmascarados a través de la ignorancia mutua de quienes somos”. El arte de la conversación y el arte del retrato. El Federman que tradujo Milita y nadie quiere publicar, El instante propicio que no terminé de entender: “Porque no es que el hombre no sea creador. Es más bien debido al hecho de que este hombre es tan creador que no que no puede entender nada; por ejemplo; es absolutamente incapaz de seguir el argumento de la película más trivial porque es tan susceptible al menor estímulo de ese tipo que otras diez películas se están proyectando en su mente mientras ve la primera. Y lo mismo le pasa con la música, la pintura, etc.” –leo en Por el Canal de Panamá de Lowry. Más libros incurables o de capas simultáneas, concomitantes -como las quería Tsvietáieva. En el clima democrático hipócrita progresista de travestido fascismo de algunos no está bien visto ser un autor seguro de serlo, como lo fue y lo dijo Shklovski, Tsvietáieva, Gombrowicz, Milita Molina y Osvaldo Lamborghini, del que tragan esa parte intragable del cuentito y pasan a hablar de la violencia de la trama o de la retórica que los obnubila. Lo dije ya. Gustan más las novelas de Gombrowicz que su Diario e incluso, alegremente, lo eligen ficción frente a la bitácora que el polaco-argentino quiso siempre salvar de todo fuego (literal, ver lo que cuenta Rita Gombrowicz en su prólogo), su Kronos. Porque con el metro patrón –diría Savino- miran a ver si es literatura con género o no. Porque hoy hay que aceptar, volverse contemplativo y dejar pasar solo lo masticable, arado y banal. El Kerouac de Hugo Savino es un tratado sobre el anotar, un encastre de frases de Cuadernos, ese enigma y esa línea que se aprietan porque sabe mirar o leer, en este caso es lo mismo. El Kerouac de Hugo Savino es un libro de citas, citar es escribir leyendo. Armarse. Y Hugo tiene un paraíso de citas y un retablo de autores. Los dice todos. Los va poniendo como los va poniendo en sus amigos, nos los fue citando, hablando de ellos en esa conversación que no se acaba nunca, la que arma la vida de escritura, esa cuya ausencia hizo que Zelarayán dejara de escribir –según él mismo decía. Algunos de estos libros de conversación infinita son difíciles, difíciles de decir en voz alta en estos tiempos de millones de cuentitos estúpidos, de sujeto-verbo-predicado o de lengua de traducción, como dice el mismo Savino. En estos libros incurables se escribe sin cuartel. Savino lo llama “solito su alma” y manda a buscar “El alma que canta”. Son libros cortados que cortan, interrumpidos, repetitivos de la cantinela que ronda a cada uno, tijereteantes, libros sin traducción (¡no intraducibles! ¡por favor!) con citas sin traducción, libros furiosos en una era de amables novelitas pelotudas de una lengua sin lugar. Lo sabía Lowry: “nunca ha existido una época de la historia en la que la necesidad de conservar ese aparente estado de frialdad, el equilibrio, se haya manifestado con mayor urgencia. Una necesidad mayor que la de la sobriedad (¡cuánto la odio!). Equilibrio, sobriedad, moderación, sabiduría: estas desagradables virtudes populares, sin las que la meditación y aún la bondad son imposibles, deben, de alguna manera, quizá por el hecho mismo de que son tan desagradables, ser recomendadas como estados del ser que deben adoptarse con una especie de pasión, como si ellas mismas fueran pasiones… Así, mientras antes teníamos sadismo en la literatura, ahora se evidencia una ternura, un rechazo de la crueldad en todas sus formas…esta bondad aparente estará aliada con otras cualidades que en sí mismas son aburridas y malignas.” Y no podemos sino volver a Giacometti porque muchos creen que la visión literal que descubren los libros incurables es solo una mancha de nuestro ojo: “La pintura es como la guerra, es exactamente lo mismo… Se debe avanzar poco a poco. También en la guerra, para tomar un bastión, hay que atacar poco a poco mandando un batidor o realizando un asedio… el enemigo es la propia cabeza, está en mi interior, es la falta de valor que me impide avanzar… (A veces, mientras trabajaba, gritaba muy fuerte, incluso si era de noche -nos cuenta su amigo Yanaihara) ¿Acaso no grita un soldado cuando carga contra el enemigo? Para mi es lo mismo… no se me puede reprochar que grite. Yo siempre tengo ganas de gritar, cuando trabajo, cuando camino por la calle, cuando hablo con alguien, me cuesta contenerme”.

Los libros incurables son la guerra literal, lo repito a Mandelstam en Cuarta Prosa.  Lowry en Por el Canal de Panamá lo marca justo: “(Temor de que alguien me vea escribiendo estos valiosos secretos de guerra. Dando ayuda y facilidades al enemigo, ¿Cuál enemigo? –al que Giacometti encontraba en su propia cabeza, en él mismo)… Temor incipiente, en tanto que escritor que toma notas, de ser confundido con un espía”. Literal digo, Bossempierre memora: “La camisa militar, que a pesar de todo todavía hay que llevar puesta, así como durante mucho tiempo habrá que llevar armas y llevar la poesía armada, por la vía del ocio, hasta aquellos que la recibirán, tan esperada, como les había sido prometida, y no sostenida por manos desfallecientes”. Libros que sostienen esa guerra, cuando nadie lo recomienda, esa guerra perdida por ahora. Y más adelante sigue: “Por consiguiente, hay que cuidar la posición. Saca tu revolver y dispara una bala en tu desasosiego, otra en el placer que sacas de eso, y déjalo descansar; la tercera no será necesaria.”

Kerouac de Savino es “un libro (que) desborda la biografía”: es un tratado de literatura. Visión y no cuadro –apunta en sus conversaciones Giacometti. Ya lo dije alguna vez, literatura directa. Y Kerouac mismo lo marca citado por Savino: “Todo lo que quiero es que mire estos dos ejemplos de mi Teoría de la Literatura, mejor dicho, de la Prosa; inventé una nueva prosa, la Prosa Moderna, como jazz, rápida que te deja sin aliento, con flujos espontáneos y no revisados… es algo que sale de manera salvaje, al menos es algo que sirve de manera pura, que sale y se lee muy fácilmente.» (Jack Kerouac, carta a Alfred Kazin del 27 de octubre de 1954). Ambos, Savino y Kerouac, definen clarito pero hay que querer-poder leer lo literal. Savino anota: “Jack Kerouac escribía fragmentos y acumulaciones de visiones amorosas. El amor es una a-realidad activa. Se conquista con «irregularidades sintácticas», infinitamente escritas, infinitamente leídas” como las infinitas retranscripciones de Celine en Diálogos con el profesor Y. Savinova cruzando-anotando, además, otros lectores de Kerouac. Y Savino sabe que “el tiempo busca sus escritores (…) Pierre Guglielmina hace esta pregunta: «¿Hay una relación entre la declinación de la lectura y la falsificación de la historia del siglo XX? Sí.¨” Aunque se paren los pelos del culo de la retórica relamida que nos rodea digo y repito que leer mierda es escribir mierda. Bossempierre lo escribe también: “¿La sociedad del espectáculo es el término del hundimiento de la sociedad liberal o el comienzo de un hundimiento definitivo? (…) Los análisis de Guy Debord se centran en la esencia de una sociedad y de una época y se verifican en todos los lugares de la vida actual. En el momento en que fueron escritos, todavía quedaban algunos lugares que escapaban al ejemplo, testigos de un tiempo en los que había opositores, todavía quedaban algunos, y defendían a menudo valores históricos comunes, cuya propiedad y uso se disputaban duramente”. Y digo que son tratados de literatura estos libros incurables en tiempos de curadores y de matar autores, no editarlos, digo. Tal vez haya que detenernos en esto porque la lista de incurables que aquí marco no quiere confundir ni decir que todos son lo mismo. Solo que supongo tristemente que la muerte puede ser el trabajo de Sísifo con que el Gulag mató a Mandelstam y la muerte literaria, no ser editado. Todo literal. Puede recordarse que cuando muere Jlébnikov, Maiakovski ve y grita papel y pan para los vivos como entre nosotros nos acordamos de Néstor Sánchez cuando murió e incluso cuando corrimos a editar Libertella en el mismo mes de su muerte –ya lo escribí. Y Libertella ya había escrito que todos dudaban de él porque asistía a la escena para luego correr a anotarla como Kerouac.

 Savino escribe: “Insistir con la palabra leyenda. Esto no es un ensayo.” Luego dirá que es una crónica y que Kerouac es un cronista. Savino acompaña bien, muy bien, a sus autores. Apunta su seguridad así: “Jack Kerouac apuesta a un lector del otro lado de la mesa. Que espera este envío. Soy ese lector.” Seguridad sobre seguridad, Kerouac lo señalaba de este modo: «yo sé (por lo tanto escribo)». Exactamente como lo puso Shklovski en Viaje sentimental. Y Debord recordado por Bossempierre: “Una declaración iniciática: la vida debe ser esto, o nada. La poesía de Guy Debord se sostiene en las aguas tristes de la desilusión de la verdadera-vida cuya ruta está bloqueada por el paso del espectáculo.” Hoy nadie se atreve a decir esto sí, esto, no. Salvo los incurables. Y, por las dudas, agrego, no es cuestión de gusto, es cuestión de tratar literatura. Estos libros incurables, por las dudas, además, lo registro, lo afirmo, están “siempre intentando atrapar el sol”, es decir, corriendo y ganando lo que entiendo por la frase lírica incrustada, una altura inaudita que su escritura consigue. Lo digo de otro modo: sus frases cantan. Bessompierre lo señala así: “Este hombre, antes de entrar en el país de las sombras, ya era más que una sombra en el paisaje de su época, por haber denigrado el saber de los profesores y mirado el sol por detrás”. Y mientras el canon se detiene a cuantificar si son ficciones o que son no-ficciones (vaya nomenclatura de la estupidez), Kerouac traído por Savino había anotado: “«Los chismes son el alma de Dostoievski… Corso estuvo a punto de hacerme polvo cuando me dijo que yo escribía “chismes, no poesía”… Recién hoy entiendo su intención. Contar una historia es más difícil que escribir poesía. Quiero decir contar una historia simplemente como decía Trotsky de Céline “entró en la literatura como un tipo que entra a un bar y se sienta en una silla para contar una historia a todo el bar” – (cita aproximativa)» (Jack Kerouac, carta a John Montgomery, 9 de mayo de 1961, Orlando, Florida).”

Savino, salteador de géneros, saltimbanqui del poema, hace un mundo Kerouac. Como Mansilla, el gran retratista sin género argentino, el mago conversador y atragantado desde niño con “Los 7 platos de arroz con leche”. Y Savino define eso precisamente: “No estar en géneros exige poner la piel sobre la mesa como decía Céline”. Los incurables se juegan el cuero, la vida, en la frase. Este Kerouac, editado en entregas en el blog Cuarta Prosa, sabe y dice: “este libro que todavía no tiene nombre definitivo, que se escribe con los libros de Kerouac, con toda la obra, con las biografías y todas sus crónicas. Lo único seguro es que estará el nombre de Kerouac, que está marcado por su inactualidad. Por la indiferencia. No lo quiere nadie. Y, a la vez que es una lectura de Jack Kerouac, es mi recorrido de rechazo. Mi política de rechazo.”

Savino anota a sus autores. Savino toma del brazo a sus autores y los cita, los trata, los pone a funcionar en su escritura: “Bull dice sin pestañear: «Soy un artista.», como Guy Debord le dijo a Bessompierre: «Soy un revolucionario profesional.»”. Como el vanguardista profesional de Muray que suma a la desdicha impostura real en nuestro imperio del bien en el que todo se pone mal, peor, horroroso. Autores que entienden porque la simultaneidad de los sentidos que acoplan desbordan la significación teledirigida de nuestro/su tiempo. Como el “naufragar, naufragar” o el “Albania, Albania” de Osvaldo Lamborghini, piezas literales del horror histórico y biográfico simultáneos de una escritura que, tal vez, aún, no llegó a estas pampas, como decía de Goethe Tsvietáieva durante la Primera Guerra. Las capas y capas de escritura que es también lectura desesperante de la connotación que regresa a lo literal, eso que suele ser insoportable. El detalle y el testigo son hoy, en que se reescribe la historia como una noria baratita, vulgar, el enemigo.

Savino machaca con el rumbo a peor de los libros incurables. Bessompierre anota en su memoria de Debord: “Este hombre camina sobre la tierra como un Rimbaud mal cosido con ropa muy nueva. Acaba de encontrar a Cortés que ha perdido su América.” Y Osvaldo Lamborghini, el original argentino nacido esclarecido, respondía una vez: “Cuando Rimbaud dice me voy, hay que entender que se viene; lo que pasa es que con el afrancesamiento uno lee que Rimbaud se va y por identificación uno se está yendo con él. No, vos no te vas con él, estás acá esperándolo. Se va quiere decir que se viene para acá; África, las pampas argentinas todo igual para Rimbaud” (No más Tadeos). Cruces-encuentros libres de autores libres. Distintos. De la singular amistad entre Bossempierre y Debord: “Tengo la sensación de que cuando hablo con Guy Debord, le hablo al mismo hombre que desde siempre se hace preguntas recurrentes, relativas a la humanidad o a la civilización y que simplemente tomaron las apariencias de su tiempo. Eso me llevó a encarar las circunstancias de una época como aquello que se mantiene alrededor de la constancia, es decir como las formas del tiempo, que nos enmascaran mediante sus apariencias, la naturaleza parcialmente divina de los seres pensantes, o más precisamente que nos hacen confundir la proyección eterna del hombre en el teatro finito de las apariencias con su naturaleza temporal.” Retratos de amistad, retratos de tiempo, la amistad amontona tiempo (cito mal a Mastronardi, frase subrayada por Savino alguna vez, Mastronardi, amigo enojoso de Gombrowicz). Y sigue Bessompierre: “Esta invención de los días es un rechazo a la renuncia colectiva a la creación del tiempo de cada uno. La búsqueda de las pasiones alegres requiere una guerra permanente contra la melancolía del tiempo que pasa, en una vida reducida a los artificios de sus sueños y utopías. La ensoñación activa y la diversidad de las ocupaciones implican la concomitancia de una vida alegre, apasionada y de una gran sabiduría, algo que está lejos de ser el rasgo sobresaliente de la sociedad actual, y sería la marca de un gran cambio, si ocurriera un día que ese rasgo se indique como una recomendación en las páginas del código civil.” Y ese tiempo fue vida que pasó a obra, obras-vidas inseparables. No hablo de otra cosa -dirían todos ellos y de esa juntura en el Debord, encuentro: “Lo que descubrí ulteriormente en los escritos de Guy Debord me confirmó la adecuación de sus ideas con la manera de llevar su vida y el tiempo que pasamos juntos.” Y fueron amigos porque les parecía genial lo que el otro hacía aún sin definirlo precisamente porque no se puede tener amigos que escriben mal, porque se los soporta mal. Y en su envés, la buena frase conseguida nos hace perder amigos. Bossempierre: “La perfección de los Comentarios se junta con la perfección que afectó a todo lo que existe (…) Plagiar y repetir, por una suerte de complacencia hacia las desdichas de la época, la crítica de Guy Debord, que se ajustó a lo esencial, irreversible y breve como un uppercut, sería un manierismo que ofrecería una razón de ser suplementaria al espectáculo, por esta libertad misma que él autoriza. El destello sin retorno.” Estos autores lo ven bien, escribe Bossempierre: “La poesía solo existe para algunos inadaptados a los signos de su tiempo y para algunos lectores solitarios. ¿Dónde están Ronsard, Rimbaud, Villon? En los viejos libros. ¿Maiakovski, Esenin? En los sueños de los revolucionarios, y ya sabemos en que terminaron sus sueños.” Lírica, poesía, quiero decir, como siempre, la belleza pura de un cielo de colores. Libros sin género pero de profundidad. Libros-sistema. Y la cita continúa: “poesía es la perra sin pelos con dientes verdes sobre los flancos del Vesubio, es Ingrid Bergman sobre las laderas del Stromboli, es Emily Dickinson y sus ojos transparentes”.

Libros incurables donde se escribe lo que se quiere escribir y, a la vez, eso suena y significa infinita y desesperadamente. Libros amables extremos, literales: “este pequeño libro dedicado a recordar a Guy Debord, a su pensamiento y a las originalidades que no dejara de suscitar”. Y me tienta compartir otro fragmento de ese amor al amigo: “Jamás lo oí hablar de su pasado y muy pocas veces de los detalles de su vida reciente. Tampoco hablaba mucho de sus obras. En el círculo de sus amigos, lo que se le decía a uno no necesariamente se le decía al otro. Practicaba el secreto y la separación de las informaciones. En sus conversaciones, prefería profundizar el tema del que se hablaba como una verificación oral de su pensamiento. Hablaba muy suelto, de manera suave, y casi en voz baja, no dejándose nunca cortar la palabra, pero le daba un gran lugar a las palabras de los otros y al silencio (…) Debord, me acompaña desde mis pinturas y dibujos. Hoy prosigue su camino con el relato que hago de él en este libro, mucho después de la desaparición de Guy.”

Libros incurables que reúnen retrato, recuerdo y digresión. ¿Quién decía y quién aguanta el para empezar hablemos de otra cosa? El Debord avanza y trae la libertad de recordar lo que se recuerda: “Lector, ahora que terminé esta narración, voy a quitarme de encima esta moderación respetuosa que me condujo hasta aquí en el relato de mi aventura con Guy Debord y en las reflexiones consecuentes que lo acompañaron, sobre la vida, sobre la poesía. Voy a arrastrarte conmigo a ese nosotros invisible, manchado y prometedor, e involucrarte en estas líneas incisivas”.

Libros incurables que pueden perderse y eso mismo es lo que se critica, ¿qué dice Baigorria sobre Sánchez si dice más de sí mismo? En un mundo literario que ama la hipocresía, la impostura de hablar de ´giro afectivo´ o de ´auto-ficción´, categorías que solo pueden repetir pelotudos –diría parafraseando alguna reconvención de Nicolás Rosa, los libros incurables hablan de lo que hay que hablar. Bossempierre: “Tenemos que hacer una limpieza en ese agujero nuestro miserablemente agujero bajo la joroba de nuestras quejas y de nuestras reivindicaciones (…) Empezaremos por la palabra que dice lo que no es, la mentira. Y no dice lo que es, miente.”

Entonces si, como dice Savino con Meschonnic, todo es ética-poética-política en el tiempo, deberíamos preguntarnos al abrir un libro: ¿de qué ética-poética-política trata este tipo-este libro en este tiempo? Los libros incurables hacen terrible escritura-ética, también algo inconsulto los acomete, como la obra y la vida aguerrida de Luis Thonis que escribió un genial ensayo sobre Giacometti, “La vigilia de las estatuas”.              

Laura Estrin, diciembre 2020