Elia (XVI)/ Hugo Savino

Gloria invita a comer. Mediodía. Exit los bohemios y cualquier ratonaje literato. Todos llevan algo. Gloria: pantalones azules, blusa blanca y sandalias melody caquis. La no-banda más Pipa e´Moco más Lola. En la cocina hay dos cuencos para Enzo, una para el agua y otro para la comida. Apile de platos y cubiertos en la mesa del patio. Más servilletas de papel y vasos. Mesa de campo y dos bancos, regalo de Luis Cardoso. Y mucho ollerío, sartenes y vasos en la cocina. Gloria cocina arroz con pollo. Falta un rato. Comemos entrada de mortadela, queso, jamón y morrones verdes y rojos con ajo y aceite. Soda y vino. Alguien recuerda esta frase: hay vino y vino con soda. Lola, abstraída, distribuye platos, cuchillos y tenedores y vasos. Es un conversar de mientras tanto, de reverberos del mediodía, Luis Cardoso corta el pan. Del presente al pasado y de ahí al infinito el alma infantil y otra vez presente y pausas. Y explosión de detalles.

Pero yo no quiero ser histórico. Ancestros poligriyos. Tampoco orgánico. Tampoco oficial. Tampoco nación. Tampoco esas escarapelas. Tampoco me interesa conquistar alguna  alcurnia poligriya. Y menos que menos esa alcurnia que detesto: hijo orgulloso de obrero.

Los descarriados: entrevistos y enseguida encubiertos – nunca explicados por descripciones. Todo entremezclado. Nada aquí debe ser ordenado coherentemente. Todo desparramado y entremezclado. Hay misterio, hay arcano, y hay desorden de esbozos y notas.

Cuaderno del fracaso. No hay secretos. El secreto solo existe si uno se lo guarda y no transmite. Todos terminan contando todo. Terminamos. El chisme es una pasión. La mayor de las pasiones. Es el alma de la perfidia. No es nada original lo que digo, se me ocurrió leyendo Nord. Es una de las cosas que más me vuelven loco, la posibilidad de estar en la rueda de los chismes. Pero de esa rueda no zafa nadie. Pero me duele.

Elia, te pusieron en el mundo, y está inexplorado, no te creas que está todo cerrado, y no hay nada sagrado, hay mucho vacío, eso sí, y hay odio, eso también, y sos no-heredero, pero hay resquicios, refugios, quedate sentado en la punta de ese banco, en el patio de Gloria, y no hables, los turros hijos de puta que patearon a Roque Juan andan por ahí, ahora son sus hijos, patroncitos reciclados en la educación de la dádiva, odian a la gente pobre que se sienta en la vereda o en los bares a conversar de bueyes perdidos, en sus soledades alegres de barrio recóndito. Y, sábado de gloria, Roque Juan llegaba con el cajón de alimentos, vieja escena que flota en la memoria y ya es leyenda re-contada. No importa. Hay repetición, si no, camino a sentencioso. Hay personas que se mueven y hay cielo encima. Y hubo noches de sábado alrededor de la radio, y había cielo oscuro o estrellado que se veía desde todas las casas que nos recibían. Y ahora, en este instante, descubro que fuimos casi siempre solo invitados. Lo descubro en este releer, y es un rescate del destino espectro de ellos, mis antepasados.

Luis Cardoso. Olvidé que tuve una familia. No dio para más.   

El patio de Gloria tiene una parte de baldosas grises y el resto es pasto, hay un limonero hojas verdísimas y dos árboles pegados a la pared medianera del vecino. Las paredes color novela de Gadda, un rosa algo desteñido y a la izquierda, saliendo de la cocina, un galpón. En esa mesa éramos todos niños del vacío de la radio fritada de la noche.  Y por la ventana se estiraban las sombras y los árboles y las casas bajas, era una proyección de fantasmas que se paseaban por las estrellas y el fondo de la luna según Irma. Que al pasar con una frutera aumentaba el misterio del miedo. Fantasmas grillos de la noche o el sapo de Sarandí en el charco de la madrugada, todo parecía caído del cielo. Y de repente, dormíamos, infancia.  

Un día, todo ese grillerío será dibujado a la carbonilla en papel canson. ¿Se nota el efecto? No y sí. En ese pasado me levanto a las 7,30hs y camino y oigo las reverberaciones de los olores del mercado y cruzo Mitre y está el olor matizado de las curtiembres, espejismos de algún día. Me enseñó que tengo que anotar todo. Varios cuadernos, varios libros a la vez.

En el poema hay una carta de una chica perdida, dirigida a su tío y la escena habla de la tristeza de los entusiasmos perdidos en el tiempo. El que lee está en medio de la cocina. También metido en la tristeza. Y me gusta la idea de leer en la cocina, de una vecina que descuelga la ropa de la soga y así, como una epifanía, un pájaro que trina en un bosque hacia el Norte.

Elia recuerda discusiones inútiles con mitómanos de la lectura, que podían seguir horas en esa onda de toma y daca de charlatanería, y ese recuerdo repentino es una desolación de tiempo gastado, pero hubo que pasar por ahí. Todavía no podía elegir sus escenas.

Es un viento noroeste, de otoño, de más al Norte: «los bosques / relucen / el / viento del noroeste provoca / ondas en los / lagos de montaña inundados.» .  

Volver a leer sin el reputo interés de ser publicado, archivar el espectro del busto dorado de Chopin en la repisa, primera  figura de la gloria artística metida en ese patio de inquilinato, volver a leer en esa dicha antepasádica de niño prodigio sin ambiciones. Niño robert mc clure, todas las almas abandonadas estaban en los alrededores y yo no sabía. Me iba al rumbo al Paso del Noroeste con ellos.

Todas las pendejadas de Elia sobre la publicación están en estado de toque pueril – primera comprobación: por ese lado se pierde la dicha de leer.

Cuaderno del fracaso. Hago un poco de Paul Claudel. Como antídoto a la impostura bohemio alcohol que tanto respeto me inspiraba (¿era así?). No olvidar tu tartamudeo, tu temblor de mano cuando levantabas la taza de café. No olvidar a la hora de vengar las afrentas. Claudel más Biblia más poemas más su teatro, soledad asegurada. Traduje el prefacio a los Salmos, pasó sin pena ni gloria.

Hoy tornado y chifletes entre las ventanas. Olas en el Riachuelo. Gris de lluvia en el fondo del aire, y ese veteado anaranjado que tiene el cielo de tormenta en Avellaneda. Incluso un no poeta como yo puede sentir una emoción, algo de interioridad, una especie de eternidad bendita, algo así, pero lo arruino enseguida, se mezcla con mi visión de la proximidad ramplona de la madrugada, frío, rompeviento, gorro de franela, colectivo vacío desde la parada, Cordero y Alsina, todos son mis verdugos, de niño prodigio a empleado de fábrica. Insisto, todavía no llegó Carlo Emilio Gadda. Y era casi de familia, un estar colgado de la exhalación de las promesas, ese desfile hacia el vacío. Familias del vacío que se encaprichan con un lugar. Y no, patio de inquilinato no es paraíso de artistas, qué es, solo lo que no es, o solo sábanas tendidas en algún rincón, turno de soga, de secado, esos son los convenios de patio, y rogar a dios que no termine en cabeza rota, gritos, quejas del cornudo, una escasez de suntuosidad, un levítico rengo, que nos llevaba al cine o al circo, lo mismo, un poco de organización en technicolor, o el Circo de Primavera y sus trapecistas lejanos, cuentos de hadas en el atardecer de Plaza Alsina.

No lo dije yo, las pocilgas son berreantes, agotadoras de ruidos, radios mañaneras, sentimientos fraternos, promesas  de amor.

Hay un lagrimeo en silencio – en las pausas del patio – hay nombres perdidos en el programa de los delirantes sueños nacionales, hay acumulación de proyectos para todos nosotros, hay ofertas de remiendos para el descosido, no digo nada nuevo, hay hilera de abandonados, y finalmente solo hay quimera de infancia, infinitamente insistente.

Siempre hay lectores de pedido de cronología, sacárselos de encima.  Que te medirán con dioses infalibles. O con su jerga de poesía. O lectores que te prohiben palabras, o lectores que ya no leen y no quieren que leas, o escritores que se dejaron poner en el lugar de autoridad y distribuyen saberes, dicen si hay novela o no hay novela, si hay poema o no hay poema, que quieren barrer, patéticos, el infinito que será que será, inacabado y con sus sorpresas de pasado olvidado. Ese era mi sueño y no me dejaron entrar, había que renegar, y entendí que me tenía que ir, y apareció la visión del Paso del Noroeste, resonancia de bosque y libros y soledades benditas. No entré porque llevaba ese nombre italiano del sur mal visto, anti-criollo, anti-mitología, poco claro, desertor, a-bohemio, hijo de italiano, sospecha de colchones meados, y nadie quiere a los italianos del sur, vulgares, ignorantes, chirusos, recelosos, gritones, camiseta y mate en la vereda. Miguerío de ropa, muebles, bustos, libros, radio y revistas apiladas. Así que vuelvo a mis sueños de infancia.

Todo esto se enrosca y es imposible registrar lo simultáneo (¿tan imposible?), que se escapa, y Elia se maldice por no haber elegido ese reposo de las ideas, esas combinaciones entre literatura y filosofía leídas en un francés aproximado, una especie de futuro patriciado  sobre la juventud, una práctica de anti-claudelismo sostenido y ahora contaría esos años jubilares de rebelión, loro verde de la repetición  rentada, futuro asegurado, muchos seguidores con solo escribir esa extensísima mitomanía limpia de escupideras y tachos de zinc mal pulidos y de las italianas que huían  del barrio. Esas Isolinas de la inmigración del 45 que ya no tenían ni un tic de acento. Archivaron sus chancletas y pasaron zapato aguja. Y estaban en el Paraíso del taconeo. Abuela, padre y madre mirando para otro lado.

Cada calle su manera. Su escritor o su pintor. Obvio y no tan obvio. Escribo las mías. Trato de no perder horas con gente que no tiene ni idea de los zarpazos del tiempo perdido en trabajos horribles, desolados, trato de buscar ese lenguaje que escuché horas y horas y que toda la caterva de mantenidos desprecia.  

Caminata de Puente, ida y vuelta con intervalo para mirar hacia el puente viejo o hacia la Boca. Pausa de contemplación. Pipa e´Moco era el funámbulo preferido, el único, el mejor, el maestro que no enseñaba nada, que no dirigía nada. Era su propia escuela, y no buscaba a nadie.

Irma cruza el Puente todos los viernes, se va caminando a ver a María.

Es verdad, seguro que me encuentran monótono, pero qué puedo hacer, salgo, trato de abrir una ventana, y no puedo, vuelvo al enrosque, no me modero, y no es mi culpa, son los rechazos sucesivos, las miradas de rechazo, esas caras que nos miraban y nos condenaban, las llevo en el alma.

Cama de Gloria deshecha que se ve por una rendija de la puerta apenas abierta, piyama sobre la almohada, fetichismo de la ropa interior vislumbrada, una botella de agua al costado de la cama, una radio, y ahora los hombros de Gloria en el patio mientras trae la comida, la sirve, se para un segundo debajo del limonero hojas verde oscuro, Enzo la olfatea, Lola le sonríe, Luis Cardoso le dice algo a  Orlando en voz muy baja. Orlando sabe bajar de la luna y comer su tira de asado y volver a su concentración judía que camina todos los días de Barracas a Avellaneda y desanda el mismo camino a la noche. Y cuando regresa mira la luna atorranta y se murmura sus lecturas del día. Memoriza. Aprendió como su maestro a escuchar por el ojo de la cerradura, si es preciso. Y pone las comas a su manera, y hoy le respondió a Luis Cardoso, en voz bajísima, que había que escapar de los buenos consejos, y de los consejeros que aprovechan tus pausas para entrar punto cruel, Orlando dijo que la rabia literaria de Elia le parecía una vía.     

Viejo edificio de California y Herrera, en diagonal un bar nuevo, mucha madera, bien puesto, que pasa música, estoy sentado y pienso en el viejo paisaje de esa esquina, lo veo a lo lejos, son paisajes filtrados por la reverberación de mis lecturas, y de aquella inmensidad del pasado solo queda el edificio de la Imprenta y el canto de los pájaros de la mañana en los mismos árboles. Los dos camioneros del mediodía del barrio pasan caminando, eran permanentes de flota de Felo. ¿Todavía andan dando vueltas? Todo este pasado en mi cabeza mientras desayuno café y tostadas con queso crema y mermelada de naranja, es mi modernidad, la única. 

Siempre hay una presión, sutil, consejera, amable, o malicia  directa, depende de la temperatura del odio de ese día, para que te expliques, para que seas más claro, pero yo tengo tendencia cronista, el maestro, si uno se pone en esa escuela, crónica, me enseñó a no ser mezquino de hechos, y los hechos son poco claros, y muy enroscados, no se dejan contar en relatos, hay que contra-viajar para tener un fragmento, apenas, pero ninguna explicación, eso no existe. Me voy por ese hueco de calle, y agarro el Puente y cruzo, me aburrí, quiero estar solo, me harté de la retórica de lo poemático, hay una perrera de escolaridad, todos fracasan, todos hacen poema, cruzo, y soledad bendita de la caminata. Atrás el ladrido de los orientadores.   

Hoy pensó en el carácter inagotable del viento. Otro sueño es atravesar ciudades de trenes, estaciones nuevas y viejas. Hoy medita en esta Barracas de la noche, calles perdidas y solas que llevan el hilo de la caminata con la cabeza en ese Paso del Noroeste, leído releído y otra vez leído. Elia se aleja todo lo que puede, y cada día un poco más. Agrietado de cielo de la hora azul. Barracas es silencio, grillo, aroma de tilo, será tacos de Lola.

Hubo un tartamudo que no pudo sumarse, perdido desde el huevo del nacimiento, no hay más, ah sí, escapar de las malditas amarguras obscenas.

May existió.

Y todavía existe en el ovillo de nuestro pasado.

Micaela existió.

Y todavía existe en el ovillo de nuestro pasado.

Vigas de acero del puente y tornillos plateados y lustrosos que miro desde la orilla Avellaneda, madera quemada, hojas de diarios –clásico–, trapos, botellas verdes, envases de Vasco Viejo, todo muy curtido por el espacio telaraña del tiempo.

Hay un pasado en la escasez, hay pasado reescrito, hay pasado rescatado, hay futuro del pasado.

La mirada feroz, esa que juzga, aparece en la infancia, un día, así, a la vuelta de una esquina, en la cara de alguien que te observa de reojo o de frente, o que desvía la mirada o que hace mueca desagrado, y todo ese conjunto se graba en la memoria tartamuda   del niño lector camino a prodigio, a soñador, a poco sociable. Ya saldrá.

Viento que trae olor de comida de la esquina de Pavón y Mitre. Todos los olores de todos los restaurantes y  que me hacen olvidar y me ponen en el mundo otra vez. Es un viento frío que trae también los olores del otro lado del Puente, es el mediodía, esa hora del movimiento y la pausa, esa rueda del día, y llega el ruido del tren de la Estación Avellaneda que va en dirección Wilde. Espero a los otros, es la hora de comer, Café Maipú, en medio del lagrimeo del mediodía de otoño. Tengo que contarme otra vez los lugares encantados de la lectura, los cuentos de hada, las crónicas arrinconadas, olvidar al posible lector, dejarlo atrás, mirar en los rincones, por la ventana del café ese caminar eléctrico, croniquear esa fugacidad, ese tran-tran que viene del fondo del tiempo, hilera de faroles amarillos de la noche del Puente y de la noche de las avenidas, si recupero esos viejos poemas me saco de encima todas las vanidades domésticas del niño del trabajo sin defensa, y todas las ilusiones de adolescente pitman, hubo niño de dibujo por correo, y de escuela nocturna, de escuela para pobres.

Ya escribí mi furgón de cola destellos celeste claro. Que pasaba por los Siete Puentes. Que seguía hasta Remedios de Escalada. ¿O más allá del tren de nubes?  

No es el momento de entender ¿qué hay que entender? ¿que me entiendan? menos que menos, qué pretensión idiota de sótano de espectros, de transmigración de magmas, no, me releo y veo mis injusticias más que la de los otros, pero me releo, ahí, sí, en la relectura empieza la lectura, única manera que encontré de escapar de la educación.

Maestro de la venganza, los convertía en pájaros de vitrina. Me inspira. Estaba harto de las promesas de gesto vacío a gesto vacío. Siempre supo que había que salir del demonio de la imitación, de las lecturas prestigiosas, infladas, irse, renunciar a todos,  confiarse a esa angustia nerviosa que viene del pasado. El paredón del frigorífico tiene muchas pintadas y las anoto una por una, era una de esas tardes soleadas de Avellaneda, todavía no conocía eruditos mancos, solo leía y anotaba frases, y ahora camino en ese pasado y veo una botella vacía de Zaragozano en la entrada de la Estación. Hoy no voy, siempre en ese pasado, a ver las barcazas  amontonadas del Riachuelo, hoy no hay nada para mí. Me harté de la melancolía. Solo hay que llegar a esa no espera, y no es fácil, siempre habrá más espera que llegada. Ningún relato tentador se comerá  el desconcierto inquebrantado de Orlando. 

Todos te querrán escribir la novela, todos meterán la mano, hay impulso de corrección, de juicio tajante, de poner, agregar o sacar, hay escritor para jóvenes en carrera, hay lectores que te medirán con sus chifladuras, que empujan a mártir, o a maldito, o a falso errante de calle, te empujan, te exigen, o al alcohol, o a la erudición, y no, yo me inclino por el agua y los fideos con aceite. ¿Se entiende? Si no leíste, no.

Dos linyeras dejaron botellas vacías abajo del Puente. Más Zaragozano. Dejaron ese vacío de presencia del invisible que está en el toco del día a toda hora.

Cuaderno de Elia. Cada uno se moverá según su propia indigencia. Aceptada. Y en esa esquina de soledad, tomo café con Celia de verano, las once de un día de 1970, yo en remera, y me pregunta qué conseguí, y le digo que primero aprender algunos ejercicios, después hacer el trabajo de salir de la rueda de los amigos y sus saberes, y me pregunta si ahí Proust metió la mano, y claro, luego me tomé en serio los recuerdos, y los escribo en cada libro, tuve que dejar atrás al poeta delicado, esa tentación, y limar la elocuencia pegajosa del autodidacta que soy, ese entusiasmo anfetamínico que no te suelta nunca, ideas vaguísimas que te monologan los becados por la familia, eternos jóvenes que nunca se enteraron de su virginidad de lectura. Terminado el sueño comuna, fraternidad, ¿lo tuve alguna vez?, ya incorporada la noción de amigos mala junta, mala hierba, consejeros de la nada, sacárselos de encima. Nada de sociedad, poquísimas relaciones, poca esperanza, no dar lecciones, lecturas clandestinas, Nadezhda siempre a mano.

Nadezhda Mandelstam inventó una manera de callarse ante los muy cercanos cercanísimos, la hice mía, la puse en mis cuadernos, no se la conté a nadie. Hay que encallar en el silencio perruno de los viejos italianos que visitaban el patio, o en el mutismo desconfiado de la mañana de los negros. Me enseñó a leer solo, a escribir solo, a reírme del juicio de otros escritores, los que no escriben más y sus lecciones, a escuchar lo cana, lo que  hay de oficial en los malditos de una época, a no vivir en «la nación de la cultura», en «el círculo de las conveniencias».

Orlando, único salmón de Barracas, remonta la corriente de los lugares comunes de la no-banda y da una lección sobre idolatría y desarma la noción berreta de lengua hablada con la que te corren los poetas prudentes, de divisa: cautos, que escuchan lo natural, la esencia de todas las cosas. Orlando escucha a su manera y advierte sobre la indiferencia grisácea de esas mentiras y retalmudiza la sobremesa. Elia hace planes en la cabeza y ejercita silencio. Lola cambia los platos y pasan al arroz con pollo. Luis Cardoso pide que solo le sirvan presas, detesta el arroz. Gloria dice que tendrían que haberlo matado en el huevo, pero ya es tarde. Sirve presas, resignación. Alguien recuerda esa frase que dice que «la escucha tiene sus cascotes» y nadie la toma. Pausa de comer despacio. Y de registrar en silencio lo que se pierde. La cabeza solo en la dirección Norte de los sueños, de la escapada, firme o zozobrante, pero irse, siempre irse.

Cuaderno del fracaso. Leo novelas con historias de traductores.  Tengo una lista de libros que nunca traduciré. Cuando era traductor no encontré editor. Ahora soy un ex-traductor y es casi lógico que lea estas novelas. Tenía ideas románticas y todavía no había descubierto que solo importa tener plata en el bolsillo. Hay que dar plata o malos consejos o callarse. Voy aprendiendo a callarme. Mi apellido es mal considerado en estos medios, o ignorado, creo que ignorado es más justo, menos grandilocuente. Más adelante solo hay grisura de indiferencia. Lastre de la educación, o lastre de la no-educación. ¿Y la poesía?: muchas definiciones. Prefiero el poema y ya está. Hay un poema que se llama François Villon, lo llevo siempre en mi bolsillo, porque un día descubrí que muchos de los que se reían de la poesía rusa, tenían pasiones de propietario, había que leer como ellos, escribir como ellos, tipos sin noción de abismo.   

Hugo Savino

Ph/ Graciela Sacco