
I
Para alguien de carácter reservado, para alguien que toda su vida ha preferido su condición privada a cualquier papel de significación social, y que ha ido bastante lejos en esta dirección —lejos incluso de su propia patria, pues resulta preferible ser un completo fracaso en una democracia que un mártir, o la crème de la crème, en una dictadura—, para alguien así encontrarse de repente en esta tribuna supone una experiencia un tanto difícil e incómoda.
Agrava aún más esta sensación no solo el recuerdo de los que ocuparon esta tribuna antes que yo, sino sobre todo la evocación de los que no tuvieron el honor ni la oportunidad de dirigir sus palabras urbi et orbi, como dicen, y cuyo silencio acumulado quisiera —aunque en vano— liberarse a través de quien está hablando en estos momentos.
Lo único que puede aliviamos en situaciones como esta es pensar que —ante todo por razones estilísticas— un escritor no puede hablar a través de otro escritor, sobre todo en el caso de los poetas; y que si Ósip Mandelstam o Marina Tsvietáieva o Robert Frost o Ana Ajmátova o Wystan Auden estuvieran aquí, no podrían hablar sino por sí mismos; y también ellos, probablemente, se sentirían incómodos.
Estas sombras me han trastornado siempre. También en este momento me trastornan. Como mínimo, no puede decirse que favorezcan mi elocuencia. En mis mejores momentos me considero la suma de todas ellas, aunque sin duda inferior a cualquiera de ellas individualmente. Pues no es posible superarlas en la escritura. Ni es posible superarlas en la vida real. Y son precisamente sus vidas, por trágicas y amargas que hayan sido, las que a menudo —quizá en exceso— me llevan a lamentar el paso del tiempo. Si existe la otra vida —y mal podré yo negarles la posibilidad de una vida eterna si no puedo olvidar su existencia en esta—, si existe el otro mundo, espero que ellas me disculpen la pobreza de lo que me dispongo a exponer aquí. Al fin y al cabo, en nuestra profesión la dignidad no se mide por el puesto en un podio.
Solo he mencionado a cinco autores, aquellos cuyas obras y cuyo destino significan mucho para mí, porque sin ellos yo valdría mucho menos como escritor y como persona, y, por supuesto, no me encontraría hoy ante ustedes. Pero hay más, por supuesto que hay más sombras —¿o debería llamarlas fuentes de luz?, ¿faros?, ¿estrellas?— que estas cinco. Y todas y cada una de ellas son capaces de sumirme en el más absoluto silencio. Todo hombre de letras podría mencionar un número muy elevado de estos autores de referencia, pero en mi caso se duplica gracias a las dos culturas que el destino ha tenido a bien concederme. No favorece tampoco mi elocuencia pensar en mis colegas contemporáneos de ambas culturas, poetas y narradores mejor dotados que yo, que si se encontraran ahora en esta tribuna hace mucho que habrían entrado en materia, teniendo, como tienen, mucho más que comunicar al mundo que yo.
Por tanto, me permitiré esbozar seguidamente algunos comentarios inconexos, quizá torpes, quizá incluso desconcertantes por su carácter aleatorio. Sin embargo, espero que el tiempo del que he podido disponer para reunir mis pensamientos, así como mi propio oficio me protejan, al menos parcialmente, de la acusación de ser caótico. Es infrecuente que alguien de mi oficio afirme poseer un modo de pensar sistemático; puede llegar a admitir cierto sistema, que en realidad suele constituir un préstamo de su entorno, del orden social, o de las aficiones filosóficas de su tierna edad. Nada convence más a un artista de la arbitrariedad de los medios a los que recurre para conseguir un objetivo —por muy permanente que sea— que el propio proceso creativo, el proceso de la composición. El verso crece en verdad —son palabras de Ajmátova— de la basura; y las raíces de la prosa no son más honorables.
II
Si algo enseña el arte —en primer lugar, al propio artista— es el carácter privado de la condición humana. El arte, la iniciativa privada más antigua, y más literal, despierta en el ser humano, consciente o inconscientemente, un sentido de unicidad, de individualidad, de separación, que lo convierte, de animal social, en un «yo» independiente. Se pueden compartir muchas cosas: una cama, un trozo de pan, determinadas convicciones, una amante, pero no un poema de Rainer Maria Rilke, por ejemplo. Una obra de arte, especialmente una obra literaria, y en concreto un poema, nos invita a una conversación íntima y entabla con cada uno de nosotros una relación directa, sin intermediarios.
Por esta razón, el arte en general, especialmente la literatura y, en concreto, la poesía reciben tan escaso apoyo por parte de los paladines del bien común, los caudillos de masas, los heraldos de la inevitabilidad histórica. Pues allí donde ha llegado el arte, allí donde se ha leído un poema, encuentran, en vez de la aceptación y la unanimidad que presuponían, indiferencia y polifonía; en vez de determinación para actuar, irresolución y exigencia. En otras palabras, dentro de los pequeños ceros con que suelen operar los paladines del bien común y los caudillos de masas, el arte introduce un punto, otro punto, una coma y un signo menos, transformando cada cero en un pequeño, aunque no siempre hermoso, rostro humano.
El gran poeta ruso Baratinski, hablando de su musa, la caracterizó como poseedora de un «semblante inusual». En adquirir este «semblante inusual» parece residir el significado de la existencia humana, pues, por así decirlo, estamos genéticamente preparados para tales diferencias. Al margen de que uno sea escritor o lector, su tarea consiste ante todo en llegar a ser dueño de una vida propia, no impuesta o dictada por otros, por muy noble que pueda ser en apariencia. A cada uno de nosotros nos corresponde tan solo una vida, cuyo final, además, conocemos muy bien. Resulta lamentable desperdiciar esa única oportunidad asumiendo la apariencia de otro, la experiencia de otro, reduciendo (o ampliando) esta única oportunidad a una redundancia. Y tanto más lamentable cuanto los heraldos de la inevitabilidad histórica, que, por su insistencia, pueden lograr que cualquiera acabe aceptando tal redundancia, no le acompañarán a la tumba, ni siquiera le darán las gracias.
La lengua y, probablemente, la literatura son más antiguas, inevitables y duraderas que cualquier sistema de organización social. La repugnancia, la ironía o la indiferencia ante el poder, tan a menudo expresadas por la literatura, constituyen, en esencia, la reacción de lo permanente —mejor aún: de lo infinito— contra lo temporal, contra lo finito. Mientras el poder se considere con derecho a entrometerse en los asuntos de la literatura, la literatura tendrá todo el derecho a entrometerse en los asuntos del poder. Cualquier sistema político o forma de organización social constituye por definición, como todo sistema, un pretérito que aspira a imponerse al presente (y a menudo también al futuro); y nadie que trabaje con la gramática puede permitirse el lujo de olvidarlo. El verdadero peligro para un escritor no es tanto la posibilidad (y a veces la certeza) de sufrir persecución por parte del poder, sino la posibilidad de verse hipnotizado por el rostro del poder, que, monstruoso o maquillado, es siempre temporal.
La filosofía del poder, su ética —y no digamos su estética—, es siempre «ayer». La lengua y la literatura son siempre «hoy», y a menudo —sobre todo allí donde haya un sistema político digno— pueden llegar a constituir «mañana». Uno de los méritos de la literatura reside precisamente en que ayuda a las personas a individualizar más su vida, a distinguirse de la multitud de sus predecesores y de sus coetáneos, y evitar así la redundancia, es decir, ese destino de ser, como se dice eufemísticamente, una «víctima de la historia». Lo más destacable del arte en general y de la literatura en particular, lo que los diferencia de la vida, es precisamente su aborrecimiento de la repetición. En la vida diaria uno puede convertirse en el alma de una fiesta contando tres veces el mismo chiste y consiguiendo tres veces una carcajada. En arte, este tipo de conducta recibe el nombre de «cliché».
El arte no es un arma de retroceso, y su evolución no viene determinada por la individualidad del artista, sino por la dinámica y la lógica predeterminada del propio material, que no deja de buscar (o sugerir) soluciones estéticas cualitativamente nuevas. Dotado de una genealogía, una dinámica, una lógica y un futuro propios, el arte no puede considerarse un equivalente de la historia, sino, como máximo, algo paralelo; y su manera de existir consiste en generar continuamente una nueva realidad estética. Esa es la razón de que a menudo se diga que va «por delante del progreso», por delante de la historia, cuyo instrumento principal es —enmendémosle una vez más la plana a Marx— precisamente el cliché.
Hoy día, por ejemplo, se halla muy extendida la opinión de que el escritor, en concreto el poeta, debería utilizar en su obra el lenguaje de la calle, el lenguaje de la masa. Pese a su apariencia democrática y a sus evidentes ventajas para el escritor, tal consigna representa un intento bastante absurdo de subordinar el arte, en este caso la literatura, a la historia. La literatura debería hablar el lenguaje de la gente solo en el caso de que queramos que el Homo sapiens detenga su evolución. De lo contrario, es la gente la que debería hablar el lenguaje de la literatura.
En general, toda nueva realidad estética hace más definida la realidad ética del hombre. Pues la estética es la madre de la ética. Las categorías de «bueno» y «malo» son, ante todo, categorías estéticas, previas, al menos etimológicamente, a las de «bien» y «mal». El hecho de que en ética no «todo esté permitido» se debe precisamente a que en estética no «todo está permitido», pues su gama de colores es limitada. El tierno niño que llora y rechaza al desconocido que le tiende los brazos actúa de este modo por instinto; se trata de una elección estética, no de una elección moral.
La elección estética constituye algo fundamentalmente individual, y la experiencia estética es siempre íntima. Toda nueva realidad estética hace aún más íntima la experiencia de cada uno; y este tipo de privacidad, que en ocasiones se disfraza de gusto literario (o de otro tipo), puede a su vez convertirse, si no en una garantía, al menos en una forma de defensa contra la esclavitud. Pues un hombre que tiene gusto, especialmente gusto literario, es menos sensible a las cantilenas y los rítmicos conjuros de la demagogia política. Pero no se trata tanto de que la virtud no constituya una garantía para crear una obra maestra, como de que el mal, especialmente el mal de carácter político, implica siempre mal estilo. Cuanto más rica sea la experiencia estética de una persona, más sólido será su gusto, más agudo su enfoque moral, y más libre (aunque no necesariamente más feliz) podrá ser él.
Es precisamente en este sentido práctico —más que platónico— como cabe entender la afirmación de Dostoievski de que la belleza salvará el mundo, o la creencia de Matthew Arnold de que la poesía nos salvará. Probablemente sea ya tarde para el mundo, pero siempre queda una oportunidad para el individuo. El instinto estético se despierta con bastante rapidez en el ser humano, pues, sin tan siquiera tener plena conciencia de quién es y qué necesita, una persona sabe instintivamente lo que no le gusta y lo que no le conviene. Desde un punto de vista antropológico, permítanme que lo repita, un ser humano es una criatura estética antes que ética. Por lo tanto, no se trata de que el arte, en concreto la literatura, sea el fruto de la evolución de la especie, sino justamente a la inversa. Si lo que nos distingue de otros seres del mundo animal es el habla, la literatura —y en concreto la poesía, la forma más alta de elocución— constituye, dicho sea sin ambages, el objetivo de la especie.
No estoy sugiriendo en absoluto que deba implantarse el aprendizaje obligatorio de la composición poética. Lo que me parece inaceptable es la división de la sociedad en dos grupos: los intelectuales y todos los demás. En términos morales, la situación resulta comparable a la división de la sociedad en ricos y pobres; pero mientras que aún podría hallarse alguna base puramente física o material para la existencia de la desigualdad social, en el caso de la desigualdad intelectual resulta inconcebible. La igualdad, en este aspecto, a diferencia de cualquier otro, nos viene garantizada por la naturaleza. No estoy hablando de educación en general sino de educación del habla, pues la menor imprecisión en ella puede provocar la irrupción en nuestra vida de una elección errónea. La existencia de la literatura implica la existencia de personas que puedan valorarla, tanto moral como lingüísticamente. Si una pieza musical ofrece a una persona la posibilidad de escoger entre el papel pasivo de oyente y el papel activo de intérprete, una obra literaria —en expresión de Montale, un arte incurablemente semántico— le condena, sin opción, al papel activo.
A mi entender, tal papel debería ser el más habitual para las personas. Además, me parece que, como resultado de la explosión demográfica y, por tanto, de la siempre creciente atomización de la sociedad (o, lo que es lo mismo, del individuo), este papel va a resultar cada vez más inevitable para las personas. No creo saber más sobre la vida que cualquier otro de mi edad, pero soy de la opinión de que, en cuanto a capacidad como interlocutor, se puede confiar más en un libro que en un amigo o en un ser querido. Una novela o un poema no constituyen un monólogo, sino una conversación entre el escritor y el lector, una conversación, repito, íntima, al margen de los demás: por así decirlo, mutuamente misantrópica. Y en el curso de esta conversación, el escritor, al margen de su mayor o menor grandeza, se halla en igualdad con el lector, y a la inversa. Tal igualdad es la igualdad de la conciencia. Permanece en una persona toda su vida, en forma de recuerdo, difuso o nítido; y tarde o temprano, para bien o para mal, condiciona su conducta. A esto precisamente me refería al hablar del papel activo, tanto más natural en cada uno de nosotros cuanto que una novela o un poema son el fruto de una doble soledad: la del escritor, la del lector.
En la historia de nuestra especie, en la historia del Homo sapiens, el libro supone un adelanto antropológico parangonable al de la invención de la rueda. Surgido para darnos una idea no ya de nuestros orígenes sino de las capacidades de ese sapiens, el libro constituye un medio de transporte para recorrer el espacio de la experiencia a la velocidad del paso de una página. Este movimiento, como cualquier otro, constituye un salto, un intento de elevar la medianía, habitualmente situada a la altura de la entrepierna, hasta nuestro corazón, hasta nuestra conciencia, hasta nuestra imaginación. Un salto hacia algo más elevado, hacia la independencia, hacia la intimidad. Sea quien sea aquel a cuya imagen fuimos creados, somos ya cinco mil millones, y para un ser humano no existe más futuro que el trazado por el arte. Si no, lo que le espera es el pasado, y en primer lugar el pasado político, con su sistema policial de masas.
En todo caso, una sociedad en la que el arte en general y la literatura en particular sean propiedad o prerrogativa de una minoría me parece insalubre y peligrosa. No reclamo la sustitución del Estado por una biblioteca, aunque tal idea me ha rondado muchas veces por la cabeza; pero no cabe duda de que, si eligiéramos a nuestros políticos por su experiencia lectora, habría mucho menos dolor en el mundo. A mi parecer, a los posibles rectores de nuestros destinos habría que preguntarles ante todo su opinión, no ya sobre política internacional, sino sobre Stendhal, Dickens o Dostoievski. La literatura, aunque solo sea porque su esencia es la diversidad y la perversidad humanas, constituye un eficaz antídoto contra cualquier intento (conocido o por conocer) de encontrar soluciones sumarias a los problemas del existir humano. Como forma de certidumbre moral, al menos, la literatura resulta mucho más fiable que cualquier cuerpo de creencias o doctrina filosófica.
Puesto que no existen leyes que puedan protegemos de nosotros mismos, ningún código penal puede prevenir el verdadero crimen contra la literatura; aunque podemos condenar su supresión material —la persecución de escritores, los actos de censura, la quema de libros—, nos hallamos inermes ante la peor violación: que no se haga caso de los libros, que no se lean. Por ese crimen una persona paga con su vida; una nación, con su historia. Viviendo en el país donde vivo, podría llegar a creer que a mayor ignorancia literaria corresponde mayor bienestar. Lo que me impide pensar así es la historia del país en que nací y me crié. Pues, reducida a una pura relación de causa-efecto, a una cruda fórmula, la tragedia rusa es precisamente la tragedia de una sociedad en que la literatura se convirtió en prerrogativa de una minoría: la celebrada intelectualidad rusa.
No tengo el menor deseo de alargarme sobre este tema, ningún deseo de enturbiar esta velada con alusiones a las decenas de millones de vidas humanas destruidas por otras tantas, pues lo que ocurrió en Rusia durante la primera mitad del siglo XX ocurrió antes de la introducción de las armas automáticas, y en aras del triunfo de una doctrina política cuya bajeza queda ya de manifiesto por el simple hecho de que requiera de sacrificio humano para su realización. Solo diré que tengo la certeza —no empírica, ¡ay!, solo teórica— de que, para alguien familiarizado con la obra de Dickens, matar en nombre de una idea resulta un poco más problemático que para quien no ha leído nunca a Dickens. Y hablo precisamente de leer a Dickens, Sterne, Stendhal, Dostoievski, Flaubert, Balzac, Melville, Proust o Musil; es decir, hablo de literatura, no de alfabetismo o educación. Una persona cultivada, tras leer algún tratado o folleto político, puede ser sin duda capaz de matar a un semejante y sentir incluso un rapto de convicción. Lenin era una persona culta, Stalin era una persona culta, Hitler también lo era; y Mao Zedong incluso escribía poesía. Sin embargo, el rasgo que todos estos hombres tenían en común consistía en que su lista de sentenciados a muerte era más larga que su lista de lecturas.
No obstante, antes de centrarme en el tema de la poesía, me gustaría añadir que la experiencia rusa debería servir de advertencia, aunque solo sea por el hecho de que la estructura social en Occidente es, hoy por hoy y en líneas generales, análoga a la que existía en Rusia antes de 1917. (Esto, por cierto, es lo que explica la popularidad, en Occidente, de la novela psicológica rusa del siglo XIX, así como la relativa falta de éxito de la prosa rusa contemporánea. A los lectores, las relaciones sociales surgidas en Rusia en el siglo XX les deben de parecer tan exóticas como los nombres de los personajes, lo cual les impide identificarse con ellos). Por ejemplo, el número de partidos políticos en vísperas del golpe de octubre de 1917 no era menor que el que encontramos hoy en Estados Unidos o en Gran Bretaña. En otras palabras: un observador imparcial podría llegar a la conclusión de que, en cierto modo, el siglo XIX aún continúa en Occidente, mientras que en Rusia ya acabó; y si añadimos que acabó en tragedia, se debe, en primer lugar, al enorme coste humano de ese cambio social (o cronológico). Pues en una verdadera tragedia no es el héroe quien muere sino el coro.
III
Aunque hablar sobre males políticos resulta algo tan natural como la digestión para alguien cuya lengua materna es el ruso, me gustaría cambiar ahora de tema. Lo malo de los discursos sobre obviedades es que corrompen la conciencia por la facilidad y la rapidez con que nos proporcionan la tranquilidad moral de hallarnos en lo cierto. Ahí reside su tentación, similar en su naturaleza a la tentación del reformista social que engendra esos males. El hecho de haberse dado cuenta de esa tentación, y de haberla rechazado, puede explicar en cierto modo el destino de muchos escritores contemporáneos, responsables de la literatura surgida de sus plumas. Tal literatura no intentaba huir de la historia y silenciar la memoria, como podría parecer desde fuera. «¿Cómo se puede escribir poesía después de Auschwitz?», preguntaba Adorno; y cualquiera que esté familiarizado con la historia rusa podría repetir la pregunta cambiando tan solo el nombre del campo de concentración, y quizá con más razón aún, pues el número de personas que murieron en los campos de Stalin sobrepasa con mucho el de las víctimas de los campos de concentración alemanes. «¿Y cómo se puede comer después de Auschwitz?», replicó en una ocasión el poeta americano Mark Strand… En cualquier caso, la generación a la que pertenezco ha demostrado ser incapaz de escribir poesía.
Esta generación (nacida precisamente cuando los hornos crematorios de Auschwitz trabajaban a toda máquina, cuando Stalin está en el cénit de su poder absoluto, divino, que parecía patrocinado por la propia Madre Naturaleza) llegó al mundo, por lo visto, para continuar la senda que pretendían interrumpir los hornos crematorios y las tumbas anónimas del archipiélago de Stalin. El hecho de que no todo quedara interrumpido, al menos en Rusia, puede atribuirse en gran parte a mi generación, y me siento tan orgulloso de ello como de hallarme hoy aquí ante ustedes. El propio hecho de hallarme hoy aquí constituye un reconocimiento a los servicios prestados por mi generación a la cultura de mi país; y podría añadir, parafraseando a Mandelstam, a la cultura mundial. Mirando retrospectivamente, puedo ahora afirmar que empezamos en un territorio vacío (de hecho, terriblemente asolado) y, de forma más intuitiva que deliberada, aspiramos precisamente a la recreación de la continuidad cultural, a la reconstrucción de sus formas y tropos, para llenar sus pocas formas supervivientes, a menudo contemporizadoras en exceso, de un contenido nuestro, nuevo (o así nos lo parecía) y contemporáneo.
Podíamos haber seguido otra senda: la senda de la deformación, la poética de la ruina y el escombro, del minimalismo, del nudo en la garganta. Si la rechazamos, no fue por su supuesto exceso de dramatismo ni porque quisiéramos preservar por encima de todo la nobleza hereditaria de las formas culturales conocidas, equivalentes, en nuestra conciencia, a las formas de la dignidad humana. La rechazamos porque en realidad la elección no era nuestra sino de la cultura. Y, de nuevo, esta elección era, más que moral, estética.
Sin duda, lo natural es que una persona se vea a sí misma no como instrumento de cultura sino, al revés, como su creador y guardián. Pero si hoy afirmo lo contrario no es porque quede bien parafrasear, a finales del siglo XX, a Plotino, Lord Shaftesbury, Schelling o Novalis, sino porque, a diferencia de los demás, un poeta sabe que lo que comúnmente se llama la voz de la Musa es, en realidad, el dictado de la lengua; que no es la lengua su instrumento sino él el medio utilizado por la lengua para sobrevivir. No obstante, por mucho que pueda pensarse en ella (muy adecuadamente, por cierto) como una especie de ser vivo, la lengua no es capaz de elecciones éticas.
Una persona se pone a escribir un poema por diversas razones: para ganarse el corazón del ser amado; para expresar su actitud ante la realidad circundante, ya sea un paisaje o la situación política; para reflejar su estado de ánimo en un determinado momento; para dejar —tal es al menos su intención— alguna huella en este mundo. Lo más probable es que recurra a esta forma —el verso— por razones inconscientemente miméticas: el negro y vertical coágulo de palabras en medio del blanco de la página le debe de recordar su propia situación en el mundo, el equilibrio entre el espacio y su cuerpo. Pero al margen del mayor o menor efecto que produzca en sus lectores lo surgido de su pluma, la consecuencia inmediata de esta empresa es la sensación de entrar en contacto directo con la lengua, o, más exactamente, la sensación de quedar sometido a una inmediata dependencia respecto de ella, a todo lo que con ella se ha expresado, escrito y conseguido.
Tal dependencia es absoluta, despótica, pero también liberadora. Pues, aun siempre de más edad que el escritor, la lengua sigue poseyendo la colosal energía centrífuga conferida por todo el tiempo que tiene por delante. Y este potencial temporal no solo queda determinado cuantitativamente por el tamaño de la nación que habla tal lengua (aunque sin duda este hecho resulta determinante) sino por la calidad de la poesía que en ella se escriba. Baste recordar a los autores de la Antigüedad griega y romana; baste recordar a Dante. Y, así, lo que hoy se escribe en ruso o inglés, por ejemplo, garantiza la existencia de estas lenguas también durante el próximo milenio. El poeta, permítanme repetirlo, es el medio de supervivencia de la lengua; o como dijo mi amado Auden, la lengua vive a través del poeta. Yo, que escribo versos, dejaré de existir; y también quien los lee. Pero la lengua en que están escritos y en que se leen permanecerá, y no solo porque la lengua sea más duradera que el hombre, sino porque es más capaz de mutación.
Sin embargo, quien escribe un poema no lo escribe porque pretenda alcanzar la fama en la posteridad, aunque suele albergar la esperanza de que el poema le sobreviva, al menos durante un tiempo. Quien escribe un poema escribe porque la lengua le inspira —cuando no le dicta— el siguiente verso. Por lo general, al empezar un poema el poeta no sabe qué curso va a tomar, y muchas veces él es el primer sorprendido, pues a menudo el resultado es mejor de lo esperado, a menudo su pensamiento le lleva más lejos de lo que creía. Y ese es el momento en que el futuro de la lengua invade el presente.
Existen, como sabemos, tres modos de conocimiento: el modo analítico, el modo intuitivo y el modo de los profetas bíblicos, la revelación. Lo que distingue a la poesía de otros géneros literarios es su utilización de los tres modos a la vez (aunque sobre todo del segundo y del tercero). Los tres, en efecto, se dan en la lengua; y hay ocasiones en que, mediante una simple palabra, una simple rima, el que escribe un poema se ve llevado allí donde no ha estado nadie antes que él, quizá incluso más lejos de lo que él mismo deseaba. Quien escribe un poema lo escribe sobre todo porque la escritura de versos es un extraordinario acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión del universo. Una vez experimentada tal aceleración, ya no se puede renunciar a repetir la experiencia; establecemos una dependencia total con este proceso, al igual que otros con las drogas o con el alcohol. A quien establece esta especie de dependencia con la lengua es, supongo, a quien llamamos poeta.
Joseph Brodsky / Conferencia del Premio Nobel, 1987
Traducción: Antonio Martí García
Publicado en Del dolor y la razón, 1995, Ediciones Siruela, 2015 / http://www.siruela.com
Ph / Joseph Brodsky / Irving Penn, New York, 7 de enero de 1980